Mineros

Impresionaban los miembros de la brigada, hombres sobrios, respetuosos, curtidos en mil adversidades

La angustiosa tragedia del niño atrapado en el pozo -descanse en paz el pequeño Julen- ha tenido efectos benéficos que no consuelan de la pérdida, pero insuflan algo de optimismo en un país necesitado de estímulos que contrarresten la virulencia y el encanallamiento de la vida pública. Impresionaba en particular la imagen de los miembros de la Brigada de Salvamento Minero que pasaban en silencio junto a las cámaras y han tratado en todo momento de rehuir el protagonismo, hombres sobrios, respetuosos, curtidos en mil adversidades. Nos venían a la cabeza cuando veíamos la otra noche el documental de Ken Loach sobre la victoria laborista del 45, que llevó al poder a Clement Attlee cuyo Gobierno, al tiempo que afrontaba las gigantescas dificultades de la posguerra, sentaría las bases del moderno Estado de bienestar. Tachada de sentimental y partidista por sus críticos, la película responde en efecto a la misma orientación militante que ha inspirado toda la filmografía de Loach, pero los hombres y las mujeres que recuerdan emocionados cómo por primera vez se sintieron atendidos -sólo unos años antes Churchill proponía ametrallar a los huelguistas- por las autoridades que fundaron el Servicio Nacional de Salud o promovieron los derechos de los trabajadores y las viviendas sociales, no son figurantes, sino personas bien reales que entonces eran niños o muchachos y no han olvidado aquellos años. Los suburbios de la capital del Imperio se contaban entre los más degradados del mundo y sus padres no querían, como ocurrió tras la otra gran guerra, volver a la miseria después de haber combatido en el frente. Entre los entrevistados aparece un veterano que recuerda cómo la seguridad de las minas, que seguía siendo muy deficiente, se tomó por fin como una prioridad. Desde la primera revolución industrial, generaciones de mineros se han dejado la salud y en muchos casos la vida para extraer de la tierra el carbón que hacía funcionar las máquinas de vapor, las calefacciones, las fábricas de acero. Hoy el combustible ha caído en desgracia, por contaminante e innecesario, y con él las ciudades que crecieron en torno a las antiguas cuencas mineras, donde las explotaciones han sido abandonadas o reducidas a lo mínimo. La inevitable reconversión no será sencilla, pero de alguna manera todos estamos en deuda con esas familias -el oficio es o era en buena medida hereditario- que han llevado durante siglos una vida durísima. Con ellos desaparece también esa callada dignidad que hemos visto en los rostros de los bravos asturianos, una cultura obrera basada en el esfuerzo, la solidaridad, la capacidad de sacrificio y la voluntad de lucha.

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