PostrimeríasGafas de cerca

ignacio f. garmendia Tacho Rufino

MedioevoNuestros ángeles en bata

Hablando de la Rusia prerrevolucionaria, se lamentaba Chesterton del uso de la voz 'medieval' para calificar al "único país de Europa que nunca y en ningún aspecto pasó por la Edad Media", un tiempo que para él y su amigo Belloc habría sido muy distinto de esa era proverbialmente oscura que todavía hoy -cuando adjetivamos a la ligera los comportamientos salvajes o las costumbres bárbaras- sigue asociada al oscurantismo, la irracionalidad y la ignorancia. Como el propio término, acuñado por los humanistas que soñaron con la restauración de la cultura grecolatina luego de diez siglos de olvido, la idea del dilatado intervalo entre la Antigüedad y el Renacimiento se basaba en una ilusión retrospectiva que pasó por alto la complejidad y la riqueza del mundo en el que habían surgido las catedrales, los gremios, la caballería, las universidades, los parlamentos. Pero fueron sobre todo los ilustrados, dice Chesterton, en la pomposamente llamada Edad de la Razón, quienes más insistieron en condenar las tinieblas del orden medieval, cuyo inmovilismo se oponía a las virtudes del progreso. Entre tantas como podrían citarse, es paradigmática la famosa afirmación de Voltaire en Sobre las costumbres y el espíritu de las naciones: "Cuando uno deja la historia del Imperio Romano para adentrarse en la de los pueblos que le sucedieron en Occidente, se asemeja a un viajero que, saliendo de una ciudad espléndida, se adentrase en un paraje desértico e inhóspito". La reacción romántica, con su nostalgia del mundo preindustrial y su recreación idealizada del universo caballeresco, estuvo muy ligada al culto de las primitivas comunidades nacionales. Debemos a los medievalistas, sin embargo, tras el nacimiento de la disciplina propiamente dicha, la superación de la visión reductora del periodo -en realidad, varios, fundamentales en la conformación de los imaginarios europeos- como una infecunda y prolongada travesía del desierto. Se comparta o no la perspectiva de un Chesterton que celebró las insospechadas libertades bajo los clichés feudales, no hay duda de que el cristianismo fue entonces un poderoso vector de civilización, tanto en las tierras que se mantuvieron fieles a la autoridad de los papas como en el milenario imperio bizantino, con su centro en la Roma de Oriente. Y lo fue por cierto también el islam, la más joven de las religiones del Libro, que vivió su temprana edad de oro en nuestra Edad Media. Calificar de medieval cualquier forma de fanatismo, aunque resulte tentador cuando nos referimos a quienes matan en nombre del Dios único, es una forma rutinaria y desenfocada de afrontar las manifestaciones del horror contemporáneo.

EL día antes de acometer desde Santander el eterno retorno del peregrino a su camino, se encontró mal. Poco tiempo después, una ambulancia lo trasladaba al hospital. De inmediato, la maquinaria médica se organizó como un ejército de salvación perfectamente dotado técnica y humanamente. Las personas con bata que serían sus insospechados ángeles custodios se coordinaban como si el corazón del atacado de improviso fuera el suyo propio. Un protocolo sin dudas; ocho personas sobre su cuerpo sorprendido, dos salas adjuntas al quirófano también pobladas de expertos en su labor, que habían demostrado su capacidad, quizá más de lo que sus nóminas reflejaban. La relojería de la sanidad pública le evitará daños posteriores. La eficacia y la eficiencia se hicieron igualmente presentes en los días de cuidados intensivos y en los de su traslado "a planta".

Tarde o temprano, nos tocará vernos como niños indefensos y confusos en las manos de esa organización engrasada y silente, que antepone la curación a la compasión, pero que será compasiva cuando nos veamos atribulados y convertidos en cáscaras de nuez en la corriente, de pronto salvaje, del río de la existencia. Saldremos del trance, en el mejor de los casos, como así fue en este caso. Nos vale el ejemplo para tomar conciencia de la suerte que, en este país, tenemos ante la amenaza, e incluso ante la inexorable y fatal desgracia. Y para luchar por mantener este aparato de prevención y tratamiento -de vida: la de usted y la mía-, sin escuchar más que lo justo los cantos de sirena de la alternativa privada, que debe complementar al sistema público, y no sustituirlo. Y disculpen la obviedad.

No solemos valorar lo que tenemos como seguro, y resultan intolerables los abusos en el uso de un sistema de salud que provee de cuidados por igual a quien tiene o no tiene, a quien cotizó mucho, poco, o nada. Sí solemos decir que la sanidad en España -¿cuántas otras hay al nivel del español?- es universal y gratuita. Lo primero es cierto; lo segundo, no. Los presupuestos del Estado y de sus comunidades autónomas se dedican en buena parte a esta partida. Hasta los más antiestatalistas hocican cuando lo que está en peligro es su salud. Supe un dato sobre esta anécdota -para mi amigo no lo fue-: el parte de alta reseñaba que los costes de su atención ascendían a 95.000 euros en apenas cinco días. Valga, pues, esta pieza para recordar nuestras bendiciones como ciudadanos de un país decente. Y para exigir que en cada receta y cada tratamiento se recuerde lo que nos cuesta a todos atendernos. A todos.

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