Para llegar a casa había que subir unas escaleras grises con barandillas de hierro y huellas de terrazo que se fregaban de hinojos con estropajos de esparto. En cada tramo, una ventana se asomaba a un patio de luces y conforme se subía se iba viendo la torre de la Palma: primero, el remate oscuro de la cruz; luego, el cuerpo de campanas, verde y siena; ya arriba, el reloj, que daba luz a las noches y banda sonora a los insomnios. Un balcón de ladrillo visto daba a la calle, con un arriate donde crecían concéntricos brotes de azucenas que manos aún más blancas plantaron. Desde allí la ciudad se mostraba reducida, armónica y amable, a sotavento del levante y abierta a un poniente que alternaba la línea azul de la sierra con los húmedos velos de los temporales de entonces.

Las mañanas de Viernes Santo eran silenciosas, altas y claras. Desde la araucaria de los Bandrés a la espadaña de la Caridad se abría un cielo rosado y redondo, con estratos de algodón que amanecían morados e iban perdiendo profundidad conforme el sol subía. No se oían ruedas, ni sirenas, ni voces, ni pasos a nivel. Todo parecía recogerse bajo tejas y azoteas de liquen y verdín. En la cocina de cuadrados azulejos y muebles de formica, las manos blancas disponían torrijas con miel sobre platos de cristal. Un olor denso a chocolate a punto de hervir subía desde un fuego de azules purgatorios y se sacaba el pequeño mantel y la loza fina de las grandes ocasiones. El televisor sufría el silencio de las vigilias impuestas y del aparato de radio huían los lentos compases de adagios en tempo muy lento. En abombados jarrones, calas del Cobre y lirios de Pelayo formaban ramos de púrpura y blanco sin cíngulos, sin túnicas, sin velas eléctricas y se hablaba en voz baja de oficios, sagrarios, de tiempos detenidos después de tantas primaveras. Las blancas manos dejaban relucientes los sufridos zapatos de los días señalados después de colgar la palma albina en el balcón para proteger la casa de rayos y maldades. Ramas de olivo se encajaban en los bordes y los marcos, creando bocetos de jardines verticales entonces impensados. Se planeaba la salida vespertina junto a campanarios de verde siena, negras mantillas y urnas de oro y cristal, mientras otras miradas observaban de reojo los estrenos que el Sábado de Gloria sembrarían de bandas sonoras los adagios.

Volvieron a sonar las sirenas y las ruedas; el patio de luces fue tapiado con nuevas construcciones; volvieron los levantes y las calas del cobre… Sigue enhiesta la araucaria de los Bandrés y la espadaña de la Caridad volverá a sonar las altas mañanas de morados estratos, aunque las recordadas manos blancas no se cubran de miel ni vuelvan a plantar concéntricos brotes de azucenas.

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