La gran altura de la rama hizo imposible alcanzarlo con la mano. Miras al cielo y lo ves día tras día suspendido, mecido por el viento en un verde oleaje de hojas. Tiempo más tarde, un sonido seco anuncia su caída. Su consistente peso y el desgaste del aire lo precipita contra suelo. Oscura su piel, fuera de temporada, curtida por los rayos. Ya se sabe, es norma de la casa: cuando un aguacate cae al suelo cambia de comensal; ya no va a parar al frutero hasta que madure para que se abra y se trocee en alguna ensalada o untarlo como verdosa amarillenta mantequilla rociado de oro líquido en la tostada… ya les pertenece solo a los animales y, en cadena, todos se benefician.

Desde la ventana lo veo ocupando un lugar en la tierra, paso a su lado y no lo toco, barro las hojas y no lo arrastro. Hasta que llega el día, uno cualquiera, en el que la perra mostrando su alegría, como trofeo, lo coge entre su desgastada dentadura, busca un lugar en el jardín, lo coloca entre sus patas y comienza a mordisquearlo por la punta de la parte más estrecha. Se recrea lentamente hasta que se cansa. Lo abandona en el césped. Comienza a oscurecérsele la pulpa, a ennegrecerse. Toca cortar el césped y lo muevo con el pie de un lado a otro para que la cuchilla de la máquina no lo descuartice en cuestión de segundos. Hay que tener paciencia y no desperdiciar la comida.

A cualquier hora, con luz del día, alguno de los mirlos que se acerca a picotear la parte pelada por la perra. Le ahorró el paso más costoso que es atravesar la atezada piel que lo envuelve.

Picotea y picotea mirando a un lado y a otro, alerta de que la perra no lo sorprenda. Pero los pájaros que habitan con nosotras saben, como yo, que el animal ya no es lo que era. Ya no tiene la ligereza de otro tiempo en el que los que se acercaban al manjar tenían que andarse con cuidado porque los podría cazar al vuelo. Ya no, ya los observa y ni se inmuta. Sabia la vejez y serena. Mientras cuido el jardín, aparece otro mirlo con su impaciente polluelo que no para de piar para que le introduzca algún jugoso bocado en el buche. Voraz el hambre del pequeño, insistente su estridente grito…

Así se me va la tarde… así pasan los días.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios