Las madres son como esos observatorios del espacio que están colocados en puntos estratégicos en las alturas de las montañas para contemplar los planetas y todos los movimientos del cosmos. Tienen un telescopio especial, e incluso podría decirse que hasta espacial, que analiza cada movimiento que hacen sus hijos y son capaces de medir hasta el crecimiento diario de pelos y uñas.

Mi madre se guiaba mucho por lo que comíamos y divisaba unas jiteras con dos días de antelación, sólo necesitaba comprobar los restos que quedaban en los platos o, simplemente, que no eras capaz de comerte la pringá del puchero. Ahí ya estaban las pruebas claras de que el estómago estaba petando y, en menos que cantaba un gallo, ya hervía el agua en el cazo para ponerte hasta las trancas de hierba luisa.

Era la medicina de la época. Las madres, los referidos observatorios de la infancia, tenían remedio para casi todo lo que podía pasarte, eran los doctores de cada casa y lo mismo te ponían a hacer gárgaras con miel y limón porque te dolía la garganta que te hervían unas hojas de poleo para que expulsaras los gases.

Las cosas eran así, el orégano cocido nos quitaba la tos y, si la cosa se ponía seria durante la noche y no desaparecía, cortaban una cebolla por la mitad y le pinchaban unos clavos de comer. En realidad, nunca supe para qué servía el invento pero sí que recuerdo la mezcla de olores que hacía debatirnos entre la malaje de la cebolla y la sutileza del clavo.

En honor a la verdad, conservo mejores recuerdos de las unturitas de Vicks VapoRub que descongestionaban la nariz, aunque, en realidad, lo que más sanaba eran los masajes de las manos maternas y los besitos en la frente para comprobar si tenías fiebre. Esa combinación era el mejor de los tratamientos médicos.

Pero donde nuestras madres utilizaban el último recurso casero antes de llevarte al médico, cuando te veían con pocas fuerzas o sin ganas de comer, era cuando sacaban su artillería pesada. Antes de ir al colegio, cogían un vaso de Duralex de los grandes y mezclaban la yema de un huevo con dos cucharadas de azúcar. A esas alturas ya los ojos se te iban a salir de las órbitas mirando la operación porque el combinado gustaba a todos. Y, para culminar la liturgia, llenaba el vaso hasta arriba de Kina San Clemente a la vez que iba batiendo la mezcla como si fuera un Cola Cao frío. Con aquella yema de vino, y la espumita en los labios, salías a la calle saltando como una cabrita.

Tan chicos y tomando ese lamparillazo por la mañana, con el cóctel explosivo del vino, el azúcar y el huevo, que no nos curaba de nada pero que nos mandaba al colegio como perdigones de perdiz y te pegabas toda la mañana con los cachetes coloraos. Eran sus remedios, los remedios caseros del amor de nuestras madres.

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