Libros

Cualquier referencia al mundo de la cultura ha sido diluida, difuminada: no debe considerarse cuestión prioritaria

Un país culto siempre atesora recursos para consolarse en momentos tristes. Francia, en estos días, da muestras de cómo un libro, una buena novela, puede reconfortar a una población dolida. La literatura, una vez más, sirve para aliviar la pesadumbre. Porque, de pronto, una creación narrativa, escrita en 1831, se ha convertido, casi dos siglos después, en el mejor refugio imaginario para soportar una pérdida. Con admirable espontaneidad, los franceses se han lanzado a recuperar (es decir, a comprar y a leer, hasta agotar todas las ediciones) la novela que enriqueció el significado de la catedral de París. Gracias a la epopeya descrita por Victor Hugo, el más romántico de los escritores franceses, Notre-Dame fue extraída de su exclusivo papel religioso y se transformó también en sede de un argumento "gótico", que se sobrepuso al original y ha conmovido a millones de lectores. Quasimodo y Esmeralda, los protagonistas de la obra, proyectaron nueva visión sobre un edificio, que adquirió así el poder que otorga la gran literatura. Desde entonces ha sido difícil deslindar la imagen arquitectónica de la catedral del artificio novelesco ideado por Victor Hugo. Sus páginas han ayudado a reconocerla y sostenerla, en la memoria de los franceses, tanto como sus arbotantes. Y, ahora, de nuevo su lectura ha levantado el ánimo de un pueblo.

En España, también existen dos logradas novelas concebidas a la sombra de dos vetustas catedrales. Escritas precisamente por dos recios y poderosos novelistas: La Regenta, de Clarín, y La Catedral, de Blasco Ibáñez. Pero no han entrado a formar parte del imaginario colectivo de los españoles, aunque sean piezas literarias tan bien construidas como la de Victor Hugo; el problema estriba en que apenas han sido leídas. Aquí, la lectura no ha sido nunca, como en Francia, un componente del carácter nacional. Ni parece que vaya a serlo en los próximos años si se siguen los programas y proclamas de las candidaturas políticas del próximo día 28. Cualquier referencia al mundo de la cultura ha sido diluida, difuminada: no debe considerarse cuestión prioritaria. Ni la palabra ni la imagen de ningún escritor ha servido para adornar ningún escenario. Ninguna obra parece haber sido citada: no son cosas electoralmente rentables. Los puentes, pues, entre la cultura viva y la política profesional cada vez son más débiles. Sólo Fernando Savater, en Rentería, haciendo alarde de su postura ética de siempre, ha sabido transitar, entre un lado y otro, para advertir con su palabra del peligro de otros derrumbes morales más difíciles de restaurar.

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