Entre los juristas, surgen cada día más voces que denuncian la creciente orientación populista en la aplicación del Derecho por parte de nuestros tribunales. Jueces y magistrados tienden a olvidarse del contenido exacto de las leyes y a acoger soluciones creativas, poco o nada ajustadas a lo que las normas establecen, aunque, eso sí, aparentemente gratas para el sentir social.

Podría objetárseme que ésa es su misión: nada hay de reprobable en que un juzgador, si considera que la ley es injusta, fuerce su contenido, recurra a interpretaciones exóticas y hasta se la salte sin más. No es, por otra parte, un dilema nuevo: desde siempre ha existido tal tensión entre ley y justicia, entre reglas y principios. Conviene, no obstante, recordar que nuestro sistema se asienta en la esencialidad de la seguridad jurídica. "En el Estado de Derecho -afirma el abogado Ruiz Soroa- rigen las leyes emanadas de la voluntad popular a través de sus representantes; los tribunales no son sino la boca por la que hablan esas leyes, una boca que no tiene más voz que la de la ley". Entonces, ¿qué debe hacer un juez cuando percibe que lo que a él le parece justo no coincide con la respuesta estrictamente legal? ¿Acatar su imperio o maniobrar en la búsqueda de un resultado que seguramente le asegure el aplauso público? Justamente a eso, a supeditar sus decisiones no tanto a los preceptos como a convicciones morales, y mucho más si navegan a favor de viento, es a lo que llamamos populismo judicial.

Ejemplos los hay a pares: guste poco o mucho, en el asunto de las cláusulas suelo, aún a costa de considerar imbéciles -dame pan y llámame tonto- a millones de españoles, ha prevalecido el afán justiciero de la autoridad togada y el que le den a los poderosos sobre la lógica de esquemas contractuales perfectamente lícitos. Palabras como ejemplaridad o indignación se han instalado cómodamente en las sentencias penales, modulando, según la sensibilidad política de sus señorías, el reo y el volumen del escándalo, reproche, pena y condiciones de cumplimiento. Así, todo acaba desembocando en un extraño azar de pulsiones, ideales, conveniencias e intereses.

Y es que, si la ley se evapora, si tu destino pende del ambiente y del criterio de lo justo que tenga quien te juzga, el sistema se desmorona. La presunta superioridad de la justicia alegal y populista descansa sobre un pedestal inicuo: el de la mera e imprevisible arbitrariedad.

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