Cambio de sentido

Juego de niños

Mientras la entrada de los niños en el mundo adulto se adelanta cada vez más, los adultos se infantilizan

La visita por varios días del pequeño de la familia deja por la casa un reguero de interrogaciones -o lo que es lo mismo, de enseñanzas- que recojo despacito. Para empezar, me hace pasar de la teoría a la práctica; de especular acerca de cómo será eso de la conciliación a constatar en carne propia que es imposible escribir ni una línea con el chiquillo a punto de partirse la almendra con alguna esquina de la realidad. A lo largo de la historia, no sólo se ha invisibilizado por sistema a mujeres con talento, sino que la mayoría apenas se pudieron desarrollar en las ciencias o artes porque, además de no tener acceso a los estudios, estaban encargándose en exclusiva del cuidado efectivo de sus criaturas. (También entiende una por qué la buena edad para criar es la misma que la de los deportistas de élite para lo suyo: cuidar de una fuerza de la naturaleza de tres años es crossfit puro).

"¡El verde!", grita el nene cuando le pregunto qué le apetece ver. "El verde" es Shrek; así lo llama, con razón. Tras el visionado de estas y otras pelis animadas, infiero que se trata de productos diseñados no sólo para mantener absortos a los pequeños, sino a los adultos (el cameo de los Beatles en Los Minions está pensado para un padre pureta, no para su infante). Confirmo lo que intuía: mientras que esta sociedad del consumo y la sobreinformación adelanta cada vez más la entrada de las niñas y los niños en el mundo adulto -lo que deviene en una salida precoz de la inocencia, del presente puro, el misterio y el apego seguro, aspectos vitales para vivir una adultez plena-, los adultos parecen infantilizarse. Esto que voy a decir me granjeará enemistades inquebrantables: me declaro en contra del padre-lapa, ese que decide ser el principal y a veces único compañero de juegos y entretenimientos de su vástago. Ello, unido a la concentración progresiva de la familia hasta reducirla a la nuclear, y la excesiva alianza de los padres con la escuela, deja a los y las niñas prácticamente sin respiraderos. Sin idealizar tiempos pasados, en los que el maltrato infantil estaba poco menos que normalizado, consigno que, antaño, en el cole descansábamos de la madre, los niños hacían "de las suyas" en un mundo propio -supervisados por unos mayores que no insistían en participar-, o nos refugiábamos del regañón paterno pirándonos a la casa de la tita. Deseo que seamos para los peques de ahora ni más ni menos que una mano segura para su desarrollo y libertad.

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