Si algo caracteriza a los regímenes dictatoriales es que el poder ejecutivo se zampa al judicial y lo pone a sus órdenes. Por eso, cuando leemos los tuits de políticos concediendo, soberanamente, un "bien hecho" a las sentencias con particular morbo público, nos preguntamos de qué parte del parcial de la separación de poderes no llegó a comprender, por ejemplo, Pablo Iglesias al doctorarse en Políticas. Tras conocerse el cambio de condena a la Manada, el líder de Podemos confirmó que "fue violación, no abuso". Casi todos hemos emitido alguna opinión sobre el asunto. Lo que inquieta es que atribuya el peso de la sentencia a la presión del "movimiento feminista" sobre el propio Tribunal Supremo. Sería sospechoso de bolchevique y poco democrático -aquello de los tres poderes- si no fuera porque, a pesar de que le queda atarse a la puerta de un ministerio para que le den una cartera, Iglesias no ostenta el poder. Es por esto mismo por lo que es más grave que el propio presidente del Gobierno se haya apuntado a esa actitud de sanción quasi regia a las decisiones judiciales. Si el Supremo -el Supremo- dice lo que yo pienso o lo que me da caché político, perfecto: "Fue una violación. El fallo de Tribunal Supremo sobre La Manada lo confirma". Le falta decir "hasta el Tribunal Supremo confirma lo que piensa el Partido Socialista".

Yo también lo creo: cinco tíos experimentados en razzias sexuales en grupo, con una chica indefensa por su propio colocón de alcohol y quién sabe qué más tomado por su pie o con engaño violador, en un portal, deben de ser violadores. Pero es una opinión intuitiva o leguleya. Se hubiera agradecido más prudencia. Hemos llegado a escuchar de algunos nuevos jueces y fiscales con plaza ganada en Twitter, Facebook e Instagram, o sea, sin caducas oposiciones ni zarandajas de mérito, que no sólo es cierto lo que dice Iglesias, o sea, que la presión de la calle ha influido en la sentencia agravatoria, sino que debe ser así. He ahí un pálpito filofascista, una asunción antidemocrática y de descarnado populismo: si la calle modula las decisiones del judicial, la clave está en tomar la calle y manejar a los que en cada momento convenga. De la manera más bonita y popular (que me perdonen Carlos Cano y su divina Murga de los currelantes). Pocos días antes tuvimos el reverso de esto con la santificación del juez Marchena, también del Supremo, por parte de un espontáneo club de fans, que más que admiración al juez tiene animadversión -no sin razón- a los políticos catalanes presos.

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