Así se nomina una de las vías más transitadas de la ciudad. Por ella circulan los conductores que enfilan la salida norte y discurren caminatas entre la sombra de un centro comercial de privados miradores y una breve línea de costa de acres limos a la espera de proyectos que están por venir. Esta avenida de varios carriles y grandes expectativas urbanísticas antaño era un solitario camino que llevaba directo al cementerio y lindaba con una humilde playa donde aún se hacían castillos de arena blanca. Su arranque quiso dignificarse con la erección de una columna triunfal dedicada a la patrona que luego trasladaron tierra adentro, anulando el sentido y la perspectiva originales. Hoy solo pervive el topónimo mariano de una glorieta donde debería restituirse el hito a la Palma en sustitución de una fuente seca, como tantas otras.

A la inauguración del monumento, presidida por el obispo Añoveros, acudió Juan Pérez Arriete el 22 de mayo de 1955. Hombre de profundas convicciones religiosas, solía transitar por el paseo que luego se nominó en su memoria acompañando a cuerpos inertes que no tenían más amparo en su último viaje camino del cementerio azotado por el mar. Mantuvo como constantes la preocupación, el cariño y los desvelos por la ciudad donde nació, de la que tanto contó y a la que quiso mirar desde su tumba. Un repaso a su vida lo es de Algeciras: sus relaciones con el Ayuntamiento; sus vínculos con periódicos como El Cronista o El Anunciador en unos años en que las redacciones fueron germen de toda una generación cultural en la comarca; sus contactos con los ámbitos teatrales en las dos orillas del Estrecho; sus trabajos en la Compañía de Ferrocarriles Andaluces o sus relaciones en un ambiente minado de espías durante los velados años de la segunda Guerra Mundial. Acercarse a su vida supone también el arrimo a retazos en sepia de la intrahistoria local, como los bailes en el salón Hércules de la calle Real, los palcos en blanco y negro del Casino Cinema, los familiares cierros de la calle Colón, la corona del Carmen, las luces de la Esperanza, la Caracola, que cada 16 de julio servía para que muchos iniciaran su temporada de baños, sus pregones de feria, de Semana Santa, sus afinidades con José Román, Miguel Puyol o Pérez Petinto, la dificultad que suponía publicar libros sobre la ciudad en aquellos tiempos ocres, su nombramiento como cronista cuando ya no podía escribir crónica alguna…

Sesenta años después de su fallecimiento, cuando el camino del cementerio donde yace es una amplia vía de varios carriles y ambiciosas expectativas, su descendiente, Enrique Pérez Benítez, acaba de escribir un libro con el que no solamente honra la memoria de don Juan, sino que ayuda a conocernos mejor como habitantes de un territorio donde no quedan palcos, ni salones de baile, ni Caracolas, pero sigue habiendo mucho que contar.

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