José Juan Yborra

José Manuel Caballero Bonald: el escritor y el territorio

21 de abril de 1992. Caballero Bonald en el Paraninfo del Instituto Kursaal de Algeciras.

21 de abril de 1992. Caballero Bonald en el Paraninfo del Instituto Kursaal de Algeciras.

Discurrían, veloces, los años de la Transición. En una escapada desde Sevilla, donde por aquel entonces estudiaba Filología Hispánica, me adentré por la oscura galería que se abría frente a las puertas del antiguo hospital militar. Allí había abierto Carlos Prieto una librería y con su acento jienense casi de recién llegado, me ofreció un libro de un anaquel. Sería casualidad o los expeditos recovecos que tiene el destino, pero el título captó mi atención: Ágata ojo de gato. Algo había oído hablar de su autor, José Manuel Caballero Bonald, un poeta de cierto renombre que había escrito a principios de los sesenta Dos días setiembre, un relato que muchos encuadraban en el realismo social pero que fue capaz de describir los complejos laberintos, vínicos olores y atosigantes atmósferas de su ciudad natal, Jerez de la Frontera.

Su nueva novela despertó en mí las ansias, el desasosiego, las inquietudes y los desvelos del lector en ciernes que entonces era. La recreación ficcional del territorio de la Argónida, donde se desarrolla la acción de Ágata ojo de gato, me empujó a conocer los paisajes del coto de Doñana, donde se inspiran. Con el aliciente de un novedoso barroquismo expresivo me desplacé a conocer los caños, lucios y marismas; los esteros, arenales y tesos. Allí se escondían tesoros míticos expuestos a la usurpación de ilícitos individuos que podían violar un territorio telúrico, un paradigma de la frágil autenticidad amenazada por materialistas progresos y defendida por un ecologismo en ciernes. Hice mis particulares descubiertas por pagos de Sevilla y Huelva que llevaban, entre pinares y breñas, a espacios donde corrían los linces entre jarales y crucé varias veces el río desde Bajo de Guía en el Real Fernando en busca de los chozos que habitaban los legítimos pobladores de aquel territorio apenas hollado.  

Cuando llegó la hora de realizar mi tesis doctoral, la lectura de la novela seguía presente: el libro y el escritor tenían el valor de aquello por lo que merecía la pena trabajar. En aquellos años impartía clases de literatura española en el Instituto Kursaal y en el temario de COU se incluía la lectura de Toda la noche oyeron pasar pájaros, de José Manuel Caballero Bonald -eran otros tiempos-. Me pareció la mejor de las oportunidades para conocer al escritor. Me puse en contacto con él y acudió diligente a Algeciras. Corría el invierno de 1992 y arribó con el automóvil que conducía su esposa, Pepa Ramis. La charla con los alumnos resultó una sucesión de descargas de luz y de palabras que aún perviven en la memoria. Con su peculiar acento, su afrancesado seseo y su pose de marino que regresa a tierra nombró al viejo Leiston, a Mamá Paulina, a los Benijalea y a la casa del Promontorio en el académico Paraninfo de los altos del Calvario y abrió sendas de espejos y espejismos donde era fácil y atrayente perderse.

14 de octubre de 1997, tras la lectura de la Tesis Doctoral en la bodega La Catedral de Sanlúcar. 14 de octubre de 1997, tras la lectura de la Tesis Doctoral en la bodega La Catedral de Sanlúcar.

14 de octubre de 1997, tras la lectura de la Tesis Doctoral en la bodega La Catedral de Sanlúcar.

Tras aquel encuentro no recibí más que buena predisposición por su parte para realizar mi tesis. Alberto González Troyano, profesor e investigador algecireño de incuestionable valía, aceptó dirigirla y se inició un periodo de varios años de investigación y análisis, de estudio y lecturas, pero también de viajes y encuentros. En numerosas ocasiones pasamos largas horas tanto en su casa de Madrid como en la de Sanlúcar charlando sobre su obra entre copas de manzanilla y menciones al oloroso. Al final se defendió la tesis en un espacio de lo más adecuado. Por primera vez se obvió el recinto universitario y se desarrolló el acto en La Catedral, la venerable bodega que Antonio Barbadillo cedió para tal fin en Sanlúcar de Barrameda. A ella acudió también Caballero Bonald, el “objeto de estudio” como con su habitual sorna se refirió el presidente del tribunal y amigo del novelista, Emilio Alarcos Llorach. A partir de entonces, no fueron escasas las oportunidades que tuvo el escritor de acudir por la comarca, como los cursos de verano de la UCA sobre narrativa andaluza celebrados en San Roque en 1994, en los que, a lo largo de varias jornadas, realizamos oportunos paseos por un territorio que, según él mismo comentaba, había resultado determinante para dedicarse a escribir. Aquí sucedió un hecho que él mismo consideró decisivo. En 1947, acompañado de su amigo Lorenzo Aguirre, viajó en automóvil desde Jerez hasta Gibraltar. Tras realizar las oportunas visitas al Emporium y a las tiendas que jalonaban la calle Real, durante el viaje de regreso, en la Barca de Vejer, comenzó a sentirse mal. Se trataba de los primeros síntomas de una tuberculosis que motivó que durante un largo periodo de tiempo permaneciera en reposo en una casa de campo cercana a su Guadalete natal. Durante aquel periodo se convirtió en un voraz lector y maduró la posibilidad de dedicarse a escribir.

A lo largo de toda su producción, José Manuel Caballero Bonald ha considerado el territorio cercano como un destacado objeto de inspiración literaria. Su espíritu crítico e inconformista se ha volcado en espacios urbanos donde la civilización ha transgredido de forma constante unas leyes naturales prístinas aunque continuamente vulneradas. El paradigma de espacio natural fue siempre la Argónida, paraíso personal desde la edad dorada de su infancia, y adonde acudía recurrentemente en su embarcación a vela y que contemplaba desde su casa de la Jara. Una tarde de Agosto, entre la mirada inquietante de algunos camaleones que trepaban a los árboles que nos daban sombra, le hablé de otro paraíso personal, de un bosque que siempre tuvo para mí un valor mítico: la Almoraima. Aquella tarde no sentimos el avance de la marea, pero hablamos de quejigos y alcornoques, de la visión del castillo de Castellar desde lejos, del cauce virgen del río Hozgarganta, del olor a humedad, de los tocones de brezo y los helechales. Todo quedó ahí. Planeamos una descubierta conjunta desde puerto Galis a Jimena para luego bajar hasta el bosque de tan eufónico nombre, pero nunca la hicimos. Pasaron los años y poco antes de publicar su último relato, Campo de Agramante, me comentó que probablemente sería de mi agrado. Al leerla comprobé que uno de sus capítulos se ambienta precisamente en la Almoraima, a la que califica como venerable bosque donde habitaron legítimos pobladores que siempre asumieron la ley natural. Nunca le pregunté lo que le motivó a hacerlo.

Julio de 1994. Curso de Verano San Roque Villa Victoria Campamento. Julio de 1994. Curso de Verano San Roque Villa Victoria Campamento.

Julio de 1994. Curso de Verano San Roque Villa Victoria Campamento.

José Manuel Caballero Bonald acaba de dejarnos. Eternamente disconforme con todo lo que significara el mantenimiento del estatus del poder, escribió con un barroquismo inquietante las luces y las sombras de tantas guerras perdidas y fraudulentos dominios. Nos dejó páginas donde leer se convierte en un ejercicio de osadía entre rastreros normandos, despreciables personajes con aroma a caramelo de menta, jóvenes leales, cantaores de flamenco que no pueden con su cuerpo, metamórficas Esclaramundas, sugerentes primas, silentes capellanes, heterodoxas jóvenes, miradas de gato, mujeres repudiadas, hermanas incestuosas, hombres con acúfenos o complacientes parteras.

Ya no eres, Pepe, el tiempo que nos queda. Ahora todo tú eres tiempo y la palabra que seguirá definiendo tu mundo con tu peculiar acento, tu afrancesado seseo y tu porte de marino que ha regresado a puerto. Nos quedan tus libros, tus espejos y espejismos, los ojos de gato, la mítica Argónida y una Almoraima que acabó formando parte de tu campo de Agramante.      

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