Recuerdo que en mi adolescencia se celebraba en casa una tertulia familiar. Uno de los contertulios era un vecino policía, de la secreta se decía entonces, y el tema de conversación era uno de esos eternos: cada vez la gente tiene peores modales. Se me ocurrió poner como modelo de cortesía a un señor del barrio ya entrado en años. Siempre pulcramente vestido, saludaba afectuosamente, cedía el sitio a las señoras en el autobús y mediaba en las disputas. Mientras yo hablaba, alcancé a reconocer una mueca escéptica en la cara del policía. Unos días más tarde, me lo encontré, tiró de cartera y me enseñó una fotografía para ver si reconocía al protagonista. Era espantosa. Un tipo de uniforme sostenía en cada mano la cabeza cortada de un hombre, cogida por los cabellos. Orgulloso y sonriente, el asesino miraba a la cámara y entonces me di cuenta que era mi vecino, el educado y cortés. Según me contó había sido cazador de maquis en la serranía de Ronda, tras la guerra civil. Mi amigo el policía me dio la inolvidable lección práctica de que el hábito no hace al monje.

Más tarde, aprendí con Stevenson que todos llevamos dentro al Doctor Jekyll y a Mister Hyde y el Evangelio me enseñó que el trigo y la cizaña crecen juntos. Los años hicieron el resto. Pues, con todo este acopio de estoicidad, me acordé de la anécdota que cuento al principio de esta columna, cuando he visto hervir las redes sociales con motivo del posible suicidio del banquero Blesa. La empatía pasa por malos tiempos. Cada vez es más difícil que alguien se ponga en los zapatos de otro. Antes, la muerte era una barrera de respeto. Cuando alguien dejaba este mundo, se consideraba que ya estaba sometido al juicio definitivo de Dios, contra el que no caben recursos. En el caso de Blesa, los insultos despiadados, las bromas de mal gusto han sido de tal calibre que han igualado en villanía a algunos políticos con la gente más rastrera. Podría pensarse que todo lo ha originado la frustración por que ya el individuo no podrá ser juzgado, pero lo cierto es que entre las persecuciones, el aislamiento social y la pena de telediario, el pobre hombre y pongo el adjetivo pobre con toda intención, ya estaba juzgado y condenado. Debe ser terrible la angustia de no hallar más salida que la de pegarse un tiro. La gente piensa que eso sólo le pasa a los ricos. Craso error. La rueda de la fortuna gira imprevisiblemente para todos. Una mijita de compasión, nunca viene mal. Concepción Arenal lo dejó escrito: "Odia el delito y compadece al delincuente".

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