La subida -de 1,13 a 1,17 dólares- del billete del Metro en Santiago de Chile (obligada, según los expertos, por la devaluación del peso frente al dólar y el aumento del coste de la energía) ha provocado un estallido de violencia en la capital chilena de proporciones catastróficas: asaltos a sucursales bancarias, saqueo de supermercados, autobuses en llamas y… ¡78 estaciones del Metro arrasadas! Un apocalíptico escenario que ha obligado a unas acobardadas autoridades chilenas a revocar su decisión. Los usuarios del suburbano han conseguido su objetivo, pero… a qué precio: el servicio quedará interrumpido durante mucho tiempo y por supuesto, el coste de tan brutales destrozos no lo van a pagar los políticos, sino que recaerá sobre la ya precaria economía del mismo pueblo chileno que los ha ocasionado. Un caso parecido es el de los "chalecos amarillos" franceses que protestan por la subida del diésel y el alto coste de la vida. Queman coches, destrozan escaparates, rompen el mobiliario urbano e incluso pintarrajean el Arco del Triunfo, ¿acaso contribuirán estas "medidas" a solucionar sus problemas? Probablemente no, pero en ambos casos subyace la peregrina idea de que el Estado es una suerte de ente benefactor que debe atender los deseos de los ciudadanos con independencia de las circunstancias y que, en caso de negarse, debe soportar -y sufragar- estoicamente los estropicios que se produzcan por la pataleta de aquellos.

Otra cuestión que suele suscitar encendidas quejas en los más diversos colectivos es la del cambio climático. La gente se indigna por el calentamiento de los polos, la lluvia ácida o la contaminación, manifestándose, en general, con más vehemencia que juicio (véase el caso de la niña sueca Greta) para exigir a los gobiernos que reviertan el proceso apostando por las energías renovables y repudiando a aquellas otras (menos limpias) que hasta ahora habían impulsado el desarrollo de la humanidad. Es un hecho cierto que ya somos demasiados para los limitados recursos del planeta y que más allá de la tan idílica como irreal solución de las energías renovables (incapaces de satisfacer a todas luces el continuo incremento de demanda energética), la humanidad pronto tendrá que elegir entre mantener una vida llena de comodidades o renunciar a algunas de ellas para frenar la destrucción ambiental. ¿Cuántos de los que se manifiestan contra el cambio climático estarán dispuestos a prescindir de sus smartphones, de los viajes "low cost", la ropa barata o los automóviles? o ¿cuántos podrán asumir que preservar nuestro hábitat puede suponer que no salga agua caliente de los grifos (o ni siquiera agua) o que la energía eléctrica se convierta en un bien prohibitivo? Revertir la degradación del planeta pasa por vivir de forma más simple y austera. ¿Están preparados para ello quienes ahora vociferan -p. ej.- contra las centrales nucleares?

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