En la antigua Grecia, ningún personaje importante se arriesgaba a sacar un pie de su casa sin antes haber consultado los augurios. Los simples mortales no tenían acceso a la facultad de predecir el futuro, reservada, en principio, solo a algunos dioses. Excepcionalmente, y como recompensa por algún servicio prestado, un humano podía por delegación recibir de un dios el don de la clarividencia. Ese fue el caso del célebre adivino Tiresias de Tebas quién predijo su destino a personajes tan relevantes como Hércules, Narciso o Edipo. Tiresias era ciego y según algunos textos recibió de Zeus el don de comprender el lenguaje de las aves proféticas por haber resuelto uno de los problemas más complejos que, al parecer, se les planteaba a los helenos: saber quién, si el hombre o la mujer, experimenta mayor placer en el amor. Mientras paseaba Tiresias sorprendió a una pareja de serpientes en el trance del apareamiento. Enfurecidas estas le atacaron y él se defendió a bastonazos matando a la hembra y siendo al instante transformado en mujer por la diosa Atenea. Unos años después la versión femenina de Tiresias se volvió a encontrar en el camino a dos ofidios en la misma tesitura siendo esta vez al macho al que mató a golpes, recuperando de esta forma su condición masculina. Esta peculiaridad de haber ejercido ambos sexos hizo que Zeus recurriese a él para zanjar una disputa con su esposa Hera. Esta recriminaba al padre de los dioses sus conocidas infidelidades y él le replicaba que, en todo caso, cuando compartía su lecho, era ella precisamente quien se llevaba la mejor parte. "Es bien sabido -afirmaba- que el acto sexual da mucho más placer a la mujer que al hombre". "De ningún modo -gritaba Hera furiosa- es todo lo contrario". Se le encargó a Tiresias -en razón de su condición de doble travestido- el arbitraje sobre la cuestión: "Si en el amor el placer cuenta como diez -respondió- las mujeres reciben tres veces tres y los hombres solo uno". Humillada ante la sonrisa triunfal de Zeus, Hera volvió ciego a Tiresias. En compensación, Zeus le otorgó el don de la profecía, una vida que duró siete generaciones y seguir ejerciendo de vidente incluso en el reino de los muertos. Hace tiempo que el oráculo y la adivinación han dejado de ser un modo certero de vislumbrar el futuro, y la prueba de ello es que no pocos de los acontecimientos más impactantes que nos suceden, suelen pillarnos in albis a pesar de la proliferación de augures, videntes, nigromantes y de sus modernos exégetas los estadísticos, los analistas o los brókeres. Ningún profeta anunció la caída del muro de Berlín, la desintegración de la URSS, el 11-S o, más recientemente, la llegada del coronavirus. Y en el ámbito doméstico, ni los posos de café ni las entrañas de las gallinas nos previnieron de que aquella ilusionante democracia que nos dimos en el 78 iba a acabar destrozando España y poniéndola en manos de quienes adjuran de ella. ¡Qué bien nos hubiera venido un Tiresias que nos anunciase las calamidades que nos guardaba el porvenir!

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