Identitarios

En un sentido o en otro, la exaltación de la diferencia se opone a la idea de igualdad

Amediados de los noventa, el gran historiador marxista Eric Hobsbawm ya alertó contra el influjo de las políticas de la identidad en la deriva de una izquierda atomizada que no sumaba más sino menos al poner en el centro del debate público las reivindicaciones de grupos específicos, por más que estas fueran -que lo son- esencialmente justas. El énfasis en los derechos de las minorías, se trate de la nacionalidad, la religión, la raza o la orientación sexual, se asocia de modo natural a la tradición progresista, pero no son pocos los que piensan, en virtud de los principios vinculados a esa misma tradición, que buena parte de lo que seguimos llamando izquierda ha tomado en nuestro tiempo un rumbo vagamente reaccionario, ajeno a lo mejor de su propio legado. Nada lo muestra con más claridad, en el viejo solar hispánico, que su persistente e incomprensible alianza con los defensores de los privilegios territoriales, representantes de un nacionalismo insolidario que poco o nada tiene que ver con el socialismo de raíz ilustrada, cuya vocación universalista -también recalcada por Hobsbawm- se sitúa muy lejos del culto sentimental a las esencias de la tribu. Quienes nos sentimos cercanos a ese ideario no podemos dejar de celebrar las iniciativas emancipadoras, pero al mismo tiempo observamos con desagrado la insistencia posmoderna en las identidades exclusivas, que niega la diversidad de los colectivos y reduce a un solo rasgo la complejidad de los individuos. Procedente de los campus estadounidenses, el discurso identitario se ha extendido como una revelación que favorece la cultura del agravio, estimula la censura puritana y multiplica los tabúes, abordando los problemas -reales, pues de hecho han existido y siguen existiendo minorías marginadas, o grupos no minoritarios pero insuficientemente reconocidos, como nos ha enseñado el feminismo- desde una perspectiva moralizante y paradójicamente retrógrada, en tanto que dogmática y disgregadora. Del obligado apoyo a las personas discriminadas, del compromiso con su integración total, no se deduce que sea el ser lo que nos constituye, ni que estemos predeterminados por la pertenencia a actuar o pensar de una única manera. En un sentido o en otro, valga el ejemplo inverso de los supremacistas blancos, que no en vano practican una fe identitaria, la exaltación de la diferencia se opone a la idea de igualdad. La mentalidad aislacionista, el repliegue en el nicho propio implican una renuncia a alcanzar mayorías abarcadoras, que si pretenden favorecer el interés común han de ser por necesidad plurales, capaces de acoger la variedad y a la vez de dirigirse a la comunidad en su conjunto.

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