Tengo dos nietos de poco más de un año de edad (son gemelos) que por mor de las vicisitudes laborales de sus padres nacieron y viven en Suiza. Teniendo en cuenta que son más jóvenes que el COVID, solo han conocido un mundo en que los viajes suponen toda una aventura plagada de dificultades, protocolos y riesgos de contagio. Es por esa razón que apenas los habíamos visto un par de veces y en su país de origen. Sin embargo, este verano y tras una meticulosa planificación digna de un explorador decimonónico han viajado con sus padres hasta Tarifa para pasar dos semanas con nosotros. Huelga decir que la llegada de los niños inundó de alegría la casa (y me atrevería a decir que hasta la urbanización) por su simpatía, su sociabilidad (impropia en niños de tan corta edad) y su innegable aire (exótico para estos lares) de nórdicos duplicados. Sin embargo, pronto pusieron de manifiesto la parte de sangre española que corre por sus venas. Traviesos e inquietos hasta el agotamiento son un remedo de aquellos niños revoltosos de los comics españoles que leí en mi infancia, una mezcla entre los "Zipi y Zape" de Escobar que haciendo honor a sus nombres son expertos en montar, eso, zipizapes y el "Angelito" de Manuel Vázquez un bullicioso bebe con dos dientes y el chupete siempre colgando, que se mueve en una canastilla haciendo diabluras a diestro y siniestro. Resulta sorprendente su habilidad para buscarnos las vueltas, mientras uno se empeña en meter la cabeza en la lavadora, el otro aprovecha para indagar en el contenido del cubo de la basura o chequear los programas del lavavajillas. Los enchufes, cables, adornos de cristal o cerámica y en general cualquier objeto potencialmente peligroso para su salud ejercen sobre ellos una irresistible atracción y, por el contrario, sobre los adultos un continuo sinvivir por esconderlos -o arrebatárselos cuando los alcanzan- para que no consigan su temerario objetivo de introducírselos en su órgano de exploración: la boca. Han quedado fascinados por un elemento arquitectónico para ellos desconocido, las escaleras. A los cinco minutos de llegar a casa ya las estaban "escalando" a gatas con el consiguiente quebranto de la espalda de sus abuelos obligados a adoptar la misma posición para evitarles una caída. Con lo que no tuvieron el mismo "feeling" fue con el mar: no les gustó el sabor de la arena y el agua les daba miedo. En cuanto a los juguetes, su obsesión es sacarlos de las cajas y esparcirlos por el suelo y antes que "Fisher Price" o "Playskool", sus preferidos son objetos cotidianos como el mando de la tele (que se ponen en la oreja a modo de teléfono) y, sobre todo, un matamoscas, por el que tanto se peleaban que tuve que ir al chino a comprar otro para contentarlos a ambos. Pasaron las vacaciones y la casa vuelve estar limpia, ordenada y…aburrida. Cuánto echamos de menos escuchar, a la vez que señalaban con el dedo, la única palabra que han aprendido a pronunciar: "nein" ("no" en alemán).

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