Pasear por la playa de los Lances desde la isla de las Palomas hasta la desembocadura del río Jara al ritmo que marcan las mareas es todo un placer. En verano, la búsqueda de la bajamar sirve además para apreciar los distintos tipos de gentes que ocupan la playa a lo largo del día siempre y cuando el viento de Levante no decida "cerrarla". En realidad, no hay demasiada diferencia entre el ritmo circadiano de la playa y el trasiego cotidiano de animales de una charca del Serengueti que, por ejemplo, se puede ver en un documental de "National Geographic".

Las horas de menor ajetreo playero coinciden con la salida y puesta del sol. En esos momentos es cuando únicamente es posible ver animales ("strictu sensu") deambulando sobre la arena: gaviotas, correlimos, chorlitejos y charranes aprovechan la escasa presencia de humanos para buscarse el sustento diario. A ellos pronto se le agrega la moderna asociación simbiótica de homínidos y cánidos que tan tremendo éxito reproductivo está obteniendo en la naturaleza y que, sabedores de la inexistencia de vigilancia policial se saltan la prohibición de campearse por la arena. Con fastidiosa frecuencia el miembro -en teoría- más irracional de esta singular sociedad se siente atraído por las pantorrillas de paseantes y corredores (los otros ocupantes de la playa a esas horas) con la aviesa intención de, como mínimo, husmearlas. El otro miembro de tan exitoso tándem biológico -el supuestamente racional- se limita a esbozar una necia sonrisa como queriendo hacer saber al "agredido" que debe considerar como un honor el que su precioso chucho se haya dignado a prestarle atención. A media mañana, dos especies empiezan a coexistir en la arena, los miembros del club San Lorenzo que inspirados por su santo patrón buscan ennegrecerse espatarrados sobre toallas que hacen las veces de parrilla y los del club de Narciso que utilizan la orilla como pasarela para exhibir sus cuerpos "fashion" forjados a base de gimnasio o silicona. Los días festivos suelen incorporarse las "unidades familiares". La prole y la esposa avanzan trabajosamente por la arena tras el padre que carga con un equipamiento playero que nada tiene que envidiar -en cuanto al volumen- al de los exploradores africanos. La hora de la siesta supone un descenso de la actividad playera y el amodorramiento general solo es roto por los kitesurfistas un colectivo que no suele llevarse demasiado bien con los bañistas y que no descansa mientras haya viento para elevar sus cometas. Con el atardecer se produce el éxodo masivo del personal y solo permanecen en la playa especies que podíamos considerar exóticas: los que esperan a que se produzca el ocaso de sol para aplaudir su teatral mutis; los pescadores noctámbulos o el busca tesoros que con un detector de metales anda a la caza de los objetos extraviados por los bañistas. Cuando este, aburrido abandona su carroñera tarea… la playa recupera la paz.

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