He tenido la oportunidad de asistir a la ceremonia de graduación de los egresados de la Universidad de Edimburgo-Napier. Marina, la hija de mi amigo el Dr. Brown, era una de ellos, tras finalizar brillantemente su carrera, lejos del hogar. La Napier es la Universidad de la empresa y los negocios que forma con flexibilidad a estudiantes de todo el mundo que vienen a Escocia, buscando titulaciones tan novedosas como la formación para emprendedores, la organización de eventos deportivos o el marketing digital. El esplendoroso Usher Hall, joya de la arquitectura victoriana, acogió a profesores, alumnos y familiares en una alegre jornada. Nada se dejó a la improvisación, con detalles como un pequeño libreto entregado a la entrada que contenía los detalles del acto y hasta una breve descripción del código de colores de las togas según el grado de conocimientos adquiridos, los nombres de los licenciados y los premios académicos. Cada cual pudo encontrar fácilmente su sitio en el teatro y el ceremonial fue austero y elegante con los tradicionales y cortos discursos y una discreta actuación musical. Al finalizar la plaza del teatro se llenó de estudiantes que se abrazaban con sus padres y familiares, haciéndose miles de fotos. Pudieron retratarse con el decano y el pertiguero de la Universidad, que salieron a la plaza en un ambiente colorista, con los italianos con su tradicional corona de laurel, las fotos de grupo de los compañeros despidiéndose y la sensación de una etapa cumplida y abierta al porvenir.

Este tipo de actos dignifican a la universidad y a todos sus miembros. La coherencia en los atuendos y vestimentas hablan además del respeto mutuo y el de la institución a la sociedad que la acoge. Aquí, en España, no pasamos de la tradicional beca, el Gaudeamus Igitur y vámonos que nos vamos. Sin embargo, un empacho de graduaciones infantiles, incluso desde las guarderías infantiles, nos azota implacablemente con su corte de birretitos. Puede ser un espectáculo gratificante para los abuelitos, pero se está produciendo la banalización de una ceremonia destinada a celebrar el esfuerzo en el estudio y el triunfo de la voluntad. Tengo para mí que estamos en un caso más de invasión de costumbres norteamericanas, como ya pasó con Halloween o el gordo Santa Claus. Producía alegría ver en Edimburgo a los profesores trabajando fuera de su horario laboral, en fin de semana, organizando las filas, tras los bastidores y recibiendo la sonrisa cómplice de sus estudiantes, cuando recogían los diplomas. Puede que los titulados españoles sean muy competentes y con ello el fondo del asunto quede cubierto, pero en las formas, nos queda mucho que aprender.

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