Febrero

Las tierras del Mediodía empiezan a dar muestras de la proximidad o casi la inminencia de la estación primera

Qué invierno más crudo, solía decir madre, friolera como ella sola e invariablemente aferrada al brasero hasta que la temperatura, bien avanzado el año, no rebasaba los treinta grados. Los niños nos reíamos de su aprensión, que parecía desmesurada para estas latitudes, y entonces ella nos ponía la mano helada -la misma que hemos heredado, cuyos dedos no se calientan ni con el golpeo de las teclas- en la cara o peor aún en el costado, como sigue haciendo en cuanto nos acercamos a su lado de la camilla. Del mismo modo que la lluvia, el frío tiene una cualidad evocadora que nos retrotrae al tiempo en que llegábamos a casa ateridos y pedíamos por las noches, pues aún no conocíamos los edredones, mantas una sobre la otra hasta que quedábamos medio inmóviles o literalmente enterrados. Nos recordamos tomando apuntes con la bufanda puesta -e incluso el guante de la mano izquierda- o dando patadas al suelo o las paredes o echando mano del calentador antediluviano de la tía abuela, una especie de pesadísimo cilindro como de hierro para el que aquella viejita maravillosa había cosido una funda de ganchillo y que nos daba, por su apariencia vagamente explosiva, un poco de miedo.

El mes de las antiguas Lupercales, que toma su nombre de las tiras de piel de cabra (februa) con las que durante la festividad así llamada un grupo de sacerdotes escogidos azotaba ritualmente a las mujeres en edad fértil para propiciar la fecundidad, señala el ecuador del invierno que sigue siendo inclemente en otras partes de la península, pero se presenta ahora más suave por estas tierras del Mediodía que empiezan a dar muestras -la luz así lo anuncia, sobre todo al despuntar y también cuando se retira- de la proximidad o casi la inminencia de la estación primera. No son signos apreciables en las tablas meteorológicas ni desde luego en el salón de madre, donde los temporales y la nieve de los telediarios contradicen el amago de calidez que asoma por la terraza, pero algo nos dicen las peladas buganvillas cuando después de la poda -no menos ritual, no menos propiciatoria- ofrecen los brotes nuevos y parecen ya vestir sus colores invisibles. Hay todavía el viento helador, quedan bastantes jornadas de cuerpos encogidos y ojalá aguas miles que alimenten los campos, en los que se está incubando la gran fiesta no instituida de la que provienen todas las fiestas. Pero el aire ha cambiado. A la vuelta de los fríos se adivina el esplendor -o son acaso las ganas- de la clara primavera.

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