Una española residente en Dortmund (Alemania) necesitó acudir a su médico de cabecera. No teniendo a nadie con quien dejar a su hijo, lo llevó con ella a la consulta, encontrando la sala de espera llena de pacientes. Cuál no sería su sorpresa cuando fue a ella a la primera que la enfermera dio paso cuando, en realidad, había sido la última en llegar. Al salir preguntó a la auxiliar el motivo de ese inaudito trato preferencial. La respuesta fue de sentido común: al acompañarla un niño, le hacían esperar el menor tiempo posible para evitar el contacto del pequeño con los hipotéticos enfermos que le rodeaban en el consultorio. La española sacó sus propias conclusiones del extremo miramiento de los alemanes para con la salud de los niños: En adelante y siempre que le fue posible llevó al niño consigo a cualquier consulta médica… ¡para ahorrarse la espera! Sirva la anécdota (por desgracia, veraz) para ilustrar que, aunque geográfica, política y económicamente pertenezcamos a Europa, en cuanto a modales y comportamiento cívico nos asemejamos (a pesar de no compartir con ellos ni usos, ni costumbres, ni religión) mucho más a nuestros vecinos del sur que a los del norte. Basta con cruzar los Pirineos para que los residentes en España experimentemos una rara sensación: el descenso -o incluso la ausencia- del ruido ambiental. Los cláxones, la música atronadora que sale de los coches de los macarras, el jaleo y la algarabía de bares y comercios y, en definitiva, el griterío entendido como manera cotidiana de comunicación, desaparecen en esos países donde la gente suele estar habituada a no sobrepasar el nivel de decibelios que pudiese resultar molesto a sus vecinos. Tan extraño son para los españoles el sosiego, la mesura y, no digamos, el sonómetro, que un colega anglófilo me confesó haber mandado un verano a su hija a Irlanda no tanto para que perfeccionara su inglés como para que… ¡aprendiese a hablar más bajito! Además de por gritar los españoles nos distinguimos por nuestra verborrea, esto es, por la aceleración y prolijidad de nuestro discurso. Quién no ha sufrido alguna vez a la persona que le precede en una tienda ralentizando la cola porque le cuenta con pelos y señales al vendedor sus viajes, sus enfermedades o cualquier otra chorrada que se tercie, con olímpico desprecio de quienes esperan, pacientemente, su turno. Y qué decir de nuestras charlas: auténtico guirigay en el que todos somos expertos en lo que sea, en el que nos interrumpimos constantemente y en el que, por lo general, la razón se decanta del lado de quien habla más fuerte. La impuntualidad, el desaliño, la zafiedad… son otros tantos "atributos" hispánicos que desconciertan a los europeos. Nos queda un largo y tortuoso camino hasta la civilización.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios