Corren malos tiempos para la individualidad. Lo que se autodenomina el pensamiento progresista entiende que es un aspecto muy negativo y rechazable del hombre. Es más, partiendo de una zafia mescolanza entre individualidad e individualismo, se la denigra poniéndole la estigmatizadora etiqueta de retrógrada.

Y, sin embargo, se trata de una noción nuclear, de un valor que cada persona debe defender como constitutivo de su auténtica esencia. Esa imprescindible individualidad consiste fundamentalmente en elaborar criterios particulares, en juzgar sin prejuicios, en alcanzar conciencia de la propia singularidad, en conocer y afrontar nuestra intransferible responsabilidad ante el mundo y ante nosotros mismos y en luchar, al cabo, contra toda forma de sometimiento a los otros.

Exige -y no es fácil en una realidad disolvente del yo- no dejarse llevar por lo exterior e intentar mantener el camino interiormente marcado. Su consecuencia inmediata -el no admirar porque otros admiren, ni odiar porque otros odien- aparece ahora como una actitud rarísima, denostada en cuento debilita la fuerza del hormiguero y temida, también, porque dificulta el control de una masa a la que se necesita uniforme, entontecida y obediente.

Decía Kierkegaard que la individualidad es una categoría sólo atribuible al ser humano. "El individuo -afirmaba- resulta ser el horizonte mismo de su realización, la plenitud de su existencia". Aprender a vivir con esta categoría constituye un arte al alcance de muy pocos. Llegar a ser un individuo, concluía el filósofo danés, es la empresa humana más difícil y apasionante. Pinker, dando un paso más y como una exigencia radicalmente progresista, coloca al individuo por encima de la colectividad.

Enoja con cuanta simpleza estamos perdiendo ese norte capital. Asomarse a las redes, por ejemplo, es oír casi siempre la voz de coros amorfos y monótonos que entonan disonancias despreciables: el rumor, la presión de grupo, la intolerancia, el pensamiento único, el linchamiento del disidente… Olvidan éstos la grandeza de lo que son: cada cual está siendo y fue elegido protagonista y no puede ni debe malgastar ese milagro único en el oficio menor de figurante. No hay verdadera libertad sin individualidad. Es lo que me atrevo a demandarles hoy: escapen de la mediocracia, piensen por sí mismos, aspiren al honor de ser individuos, no dilapiden su dignidad tan mansa, tan cobarde, tan estúpidamente.

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