Ejércitos en marcha

Hay urgencia y necesidad de asistir, en la medida de nuestras fuerzas, a quienes nos necesitan

Hoy se cumplen cuatrocientos noventa y tres años del Saco de Roma, al mando del condestable de Borbón, y bajo la autoridad última del césar Carlos, mozo de veintisiete mayos. Cellini, en sus memorias, se ufanaba de haber muerto al condestable de un arcabuzazo, disparado desde las troneras del castillo del Sant'Angelo, la vieja Mole Adrianea, donde se había refugiado junto a Clemente VII. Lo cierto, sin embargo, es que fueron los lansquenetes de Frundsberg, un gigante luterano, quienes acometieron con centuplicada voracidad a la Babilonia católica; y no se marcharon de ella sino urgidos por la escasez y la peste. No quería hablar, en todo caso, de aquel ejército imperial, movido por la sed de oro. Y tampoco del admirable ejército español, a quien tantos le debemos tanto. Sino de este creciente ejército de compatriotas que hoy se dirige o se aproxima, inesperadamente, a la pobreza.

Al comienzo de esta colosal tragedia, algunos señalábamos, no sin algo de pedantería, el precedente de la gran peste que se abatió sobre Sevilla en 1649, y que redujo su población a la mitad, dejándola en unos sesenta mil habitantes (el Prado de San Sebastián debe su nombre al patrón de los pestíferos, enterrados allí por millares). De modo que quienes quieran conocer la fisonomía concreta de aquel infortunio pueden asomarse a la pintura del gran Bartolomé Esteban Murillo. Lo que acaso se conozca menos es que dicha pintura es también el retrato de una formidable escasez, inductora de la peste, y que en Sevilla originó la sublevación de Omnium Sanctorum, en el viejo "barrio de la Feria", a finales de mayo de 1652. Entonces fue el precio del pan el que alentó la revuelta de gentes desesperadas, cuyo final fue tan previsible como trágico. Lo cual nos revela, a casi cuatro siglos de distancia, dos cuestiones, por lo demás obvias: una primera es la mejor situación médica y financiera en que hoy nos hallamos respecto del melancólico siglo barroco; y otra pareja es la urgencia y la necesidad de asistir, en la medida de nuestras fuerzas, que son muchas, a quienes nos necesitan.

Uno tiene la impresión, metida en certeza, de que en esta peste hemos fallado gravemente a nuestros mayores, por una ridícula mezcla de miedo y ufanía juvenil. No podemos fallar también a quienes serán, de otro modo, víctimas de esta epidemia. El condestable de Borbón, a las puertas de Roma, no pudo sujetar a un ejército hambriento y ayuno de pecunio. Pero nosotros, ay, no somos el Condestable. Y ni siquiera tenemos la excusa de habernos muerto.

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