Aunque la polémica lleva varias semanas abiertas, la realidad es que a la inmensa mayoría de los españoles les da igual lo que cueste el menú de un famoso restaurante madrileño. Un simpático meme que ya se ha hecho viral lo explica claramente: "Estoy contentísimo, decía su autor, antes me ahorraba 250 euros y ahora me voy a ahorrar 365". Y es para estar contento, desde luego, porque ahorrarse casi el 40% del salario mínimo interprofesional en una sola cena no es moco de pavo en medio de una pandemia descomunal aliñada con crisis económica, inflación, volcanes e inundaciones, entre otros perejiles. Pueden estar tranquilos todos los neos del país (los neocon, los neolib y todos los que, como el Neo de Matrix, viven en una realidad paralela). Los españoles de carne y hueso tienen otros problemas -algunos de ellos también relacionados con la tediosa costumbre de comer y los recursos necesarios para cocinar- y nadie va a hacer una manifestación en la puerta de ningún restaurante ni a cuestionar la sacrosanta libertad de cada uno de cobrar o pagar lo que le dé la real gana.

Yo, además, es que incluso veo poco precio para ese menú que los críticos afines definen como onírico, jabonoso, hedonista, caótico, trasgresor, pictórico, imaginario, manoseable y volátil. Hay que pagar el talento del chef (que, sin duda, lo tiene) y habrá que costear, seguramente, algún extracto de alga criada en las profundidades abisales de la fosa de las Marianas sin el cual nada sería lo mismo. También hay que amortizar lo invertido en perforaciones y tatuajes; la obcecación lucrativa en cambiarse la "d" por la "z"; los desarrollos literarios de la carta; la explotación industrial de salsas que, con solo usarlas, lo convierten a uno en un experto cocinero, y todo el coste de una publicidad directa o indirecta a la que modestamente contribuye la novia del chef, una joven guapísima y famosa, entre otras cosas, por llevar abrigos de visón en pleno mes de agosto. Sí, ¿a que, dicho al revés, se nota más el absurdo?

Poco dinero es para pagar todo eso y, menos aún, si tenemos en cuenta que lo más valioso de ese menú es un intangible imponderable que ya vivió en sus carnes el torero Dominguín después de pasar la noche con Ava Gardner. Ya me imagino al comensal, tras engullir la última migaja del postre, WhatsApp en mano, levantándose de la mesa. "¿A dónde vas?", le dice el amigo con el que ha compartido la cena, y el otro, ya de pie, contesta "Pues, adónde voy a ir: ¡a contarlo!".

Nada, todos tranquilos. El precio de este menú va al mismo saco que el sueldo de Belén Esteban, el contrato de Ronaldo o los grifos de oro del yate de Khashoggi, es decir, a ese repositorio de lo legal, pero moralmente obsceno, de donde la sensatez huyó hace mucho tiempo. Pero no pasa nada. Coman perdices y sean felices. Eso sí, a poder ser, que las perdices estén esferificadas.

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