Desde muy pequeño estuve acostumbrado a oír la cantinela que solía repetirme mi madre: "Hay que ver lo delicao que es este niño pa comer", contraponiéndome de esa forma a mis hermanos, a lo que se ve, mucho más transigentes que yo en cuanto a los asuntos del condumio. A pesar de ser una excelente cocinera, mis preferencias en los menús maternos se limitaban a los clásicos huevos con patatas, las latas de "corned beef" y la mantequilla del pato (ambos de Gibraltar) y alguna que otra fruslería azucarada como las bizcotelas. En todo caso mi madre resolvía mi "problema nutritivo" facilitándome con el pasapurés la ingestión de diversos guisos y potajes (en especial el de lentejas ya que ella consideraba imprescindible la aportación de hierro de dicha legumbre). Además, complementaba mi dieta con una cucharada diaria de "Calcio 20" (brebaje de repugnante sabor que al ingerirse antes de comer tenía la virtud de arruinarte el paladar para todo lo que comías después), pastillas de aceite de hígado de bacalao (no menos asquerosas) y para "abrir las ganas de comer" una yema de huevo con quina San Clemente o con un vaso de café (al contrario que las anteriores medicinas, ambos "combinados" estaban buenísimos).

Sirva lo anterior para ilustrar que el mínimo de sabores que discrimina mi paladar, unido a mi nula capacidad para degustar con deleite platos novedosos, me convierten en la antítesis del buen gourmet, esto es, en un discapacitado gastronómico. No obstante y a pesar de la muy probable atrofia de mi sentido del gusto, considero que sí tengo aceptablemente desarrollado otro sentido: el sentido común el mismo que me advierte que desde hace ya unos cuantos años se nos está vendiendo una considerable milonga bajo los epígrafes de la "nueva cocina", la "alta cocina" y -su variante más mamarracha- la "cocina molecular". Mientras que a los restaurantes de toda la vida el cliente acude a comer, en estos modernos "templos" regentados por "artistas" antes que cocineros (y avalados por periodistas y gourmets) el comensal asiste a una experiencia gastronómica donde la vajilla, el montaje estético del plato y la decoración del local tienen más trascendencia que el producto que se sirve (generalmente escaso). En los restaurantes de estos "gurús", el cliente no disfruta comiendo si no haciendo fotos a los platos antes de probarlos para después poder fardar de su "experiencia" en el Facebook. Una tortilla deconstruida seguirá siendo una ridiculez al lado de la de toda la vida; a qué probar la majadería de la "empanadilla de aceite de oliva" teniendo a mano la delicia de mojar un trozo de pan en aceite y sal, y acaso no es un sin sentido alardear de haber comido la "momia de salmonete", una raspa del jugoso pez frita y envuelta en algodón de azúcar, es decir, pagar a precio de oro la espina de pescado que… ¡antes echábamos a los gatos!

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