Dimisiones

Extraña que nadie muestre un sentido mínimo de autocrítica y pudor que los lleve a confesar su fracaso

Resulta sorprendente que a lo largo de este tenso periodo que abarca ya meses y meses de vida española, con terribles problemas, situaciones extremas y enfrentamientos de todo tipo, nunca se haya planteado, por iniciativa propia o por exigencias de su partido, la dimisión de un político relevante. Es comprensible que aquellos políticos con mando en plaza que se sienten llamados a una gran misión, con una ambición desbocada y apegados sin fisuras al poder, no permitan que desde sus huestes internas nadie ponga en entredicho su labor. Para ello, han filtrado bien la entrada en los órganos de dirección para que nadie se atreva a señalar fallo alguno. Pero, en ese otro mundo inmediato, el de los políticos escogidos y nombrados para desempeñar altos cargos, extraña que nadie, en España, muestre ese sentido mínimo de autocrítica y pudor que los lleve a confesar su fracaso, o su falta de capacidad a la hora de actuar. Sobre todo, cuando son tantas las imperiosas necesidades colectivas que están en juego.

Intervenir en la vida pública es complicado. Incluso seleccionar al mejor nombre en una especialidad no garantiza que luego esa misma persona funcione aplicando sus conocimientos a la política cotidiana. Por otra parte, un jefe de gobierno o de partido que ha escogido a alguien para desempeñar una tarea, no quiere que se le reconozcan errores en su capacidad electiva. Pretende que su imagen sólo ofrezca aciertos. Por otro lado, al político que comete los errores le cuesta ofrecer el espectáculo público de su caída. Se resiste a mostrar su fiasco. Y así, el que debía irse permanece, días y días, aumentando sus estragos y desgracias sociales.

Con todo, no es lo peor que se haya instalado un clima moral en el que las dimisiones han desaparecido, quedando sólo el recuerdo de una vieja costumbre en desuso. Aún es más grave que esta tradición haya sido sustituida por una actitud todavía más cínica. Porque no sólo se elude hablar de los fracasos como lo que son: fracasos; sino que se les enmascara y edulcora como si se tratase de hábiles virtudes. Como mentir ya no incapacita para el poder, las no verdades y las supuestas verdades alternativas sirven de gran ayuda. Así, una serie de expertos y oráculos de las audiencias están siempre oportunamente al quite, para disfrazar cualquier horror con la pátina de un astuto logro. Y lo consiguen porque siempre hay ingenuos dispuestos para creérselo. Puede consultarse en la prensa una larga lista de ejemplos vivos y calentitos de lo expuesto.

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