Tan prescindible como el empleo continuo del desdoblamiento de sustantivos que se hace para evitar (por machista) el uso del masculino genérico (ciudadanos y ciudadanas, todos y todas…), es la moderna costumbre de enfatizar el término "España" en las referencias al país o sus instituciones. Ni el presidente Sánchez ni nadie de entre su caterva ministerial osará jamás referirse simplemente a la actuación de su "Gobierno", necesitan redundar el concepto añadiendo "…de España" como si su auditorio pudiera en algún momento tener duda de cuál es el territorio sobre el que esta gente ejerce su mandato. Tal práctica verbal se suele asociar con otra de tipo visual, esto es, colocar detrás de los políticos comparecientes una gigantesca bandera nacional o, en su defecto, una multiplicidad de las mismas en tamaño estándar. "Dime de qué presumes y te diré de qué careces" asevera un popular refrán que viene al pelo para calificar a quienes gustan de emplear tales tácticas para (como se dice ahora) visibilizar su compromiso con esa entelequia llamada "pueblo" por la que tanto dicen preocuparse. Por ingenuo (e incluso infantil) que parezca, intentan disimular con frases rimbombantes y ostentosas puestas en escena sus verdaderas intenciones respecto al devenir de España, esa palabra con la que se les suele llenar la boca cada cinco minutos. En realidad, sus pretensiones van más en el sentido de acabar con la nación tal y como la conocemos. Sus alianzas reconocidas con el golpismo catalán y los blanqueados filoterroristas vascos (ambos grupos empeñados en desgajar España por métodos tan expeditivos como anticonstitucionales), difícilmente se pueden disimular por mucha soflama patriótica que se emplee para justificarlas. Los pactos Frankenstein que les sirven para mantenerse en el poder son una impagable metáfora de un calamitoso gobierno que se ha fabricado a base de apéndices aportados por separatistas, terroristas y comunistas al ya suficientemente bastardeado tronco de los socialistas, completando juntos un monstruoso engendro en cuyo cerebro anida la idea de destruir la unidad de España, romper la convivencia nacional, humillar a las instituciones, incumplir las reglas de la democracia, abolir las libertades y pasar por encima del imperio de la Ley. Por poco espabilados que sean los españoles son muchos los que se barruntan el desastre nacional que se nos avecina y entonces para respaldar tanta tropelía los políticos recurren para defenderlas a otra palabra mágica: "democracia", un salvoconducto que les exonera de todo tipo de arbitrariedades. En realidad, vivimos en un régimen partitocrático sin separación real de los tres Poderes del Estado (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) y con la sospechosa connivencia de dos contrapoderes (la Prensa y el IBEX). A los actuales dirigentes no les importan ni España ni los españoles, su único objetivo es permanecer en el poder y su ventaja (y nuestro infortunio) es que no hay nada ni nadie que pueda echarlos por mal que lo hagan.

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