En las postrimerías del pasado siglo, dos intelectuales de prestigio sostuvieron una serie de diálogos a corazón abierto. De una parte el cardenal Carlo María Martini, arzobispo de Milán, teólogo reputado, y de la otra, el semiólogo, filósofo y novelista laico Umberto Eco. Los dos, ya lamentablemente fallecidos, fueron galardonados con el Príncipe de Asturias en reconocimiento a sus labores. Sus encuentros al principio en revistas, dieron origen a unos libros que fueron best-seller. Los diálogos son un modelo de cómo debatir libremente las ideas de cada uno, con educación y respeto mutuo. Otros diálogos entre la fe y la razón, no tuvieron tanta suerte y acabaron como el rosario de la aurora.

En mis años de estudio, teníamos un compañero, Eduardo, que era un chaval de procedencia humilde. Hijo único, su padre trabajaba en Astilleros, como carpintero de ribera. Si quieren conocer más de la profesión, en aquella época, imagínense a un tipo subido a un andamio, sujeto al costado de un barco en construcción, a más de veinte metros sobre el suelo, pegando martillazos. Todo lo soportaba el padre de Eduardo, persiguiendo sólo un sueño: que su hijo fuera algún día ingeniero. Para ello, no le importaba hacer las horas extraordinarias que hicieran falta, pese a lo duro de la tarea y lo mal pagadas que estaban.

Hacía un tiempo que veíamos raro a Eduardo. Faltaba a clase, su sonrisa se había convertido en bobalicona y manejaba una pasta que en él, tieso de nativitate como todos, no era habitual. Una tarde nos comunicó solemnemente su decisión de abandonar la carrera, para dedicarse a ser Pastor de una iglesia evangelista o de los últimos días o de vaya usted a saber. Su opción religiosa era firme. Alfonso que era de pocas palabras pero rotundas, su mote era la campana de Pamplona, se atrevió a preguntarle lo que todos teníamos en mente y no nos atrevíamos a preguntar: "¿Se lo has dicho a tu padre?". Un par de días después apareció de nuevo Eduardo con el brazo en cabestrillo y una aparatosa escayola. Hubo dos versiones, la típica caída por la escalera y otra, la más verosímil, es que la noticia cogió a su padre haciendo bricolaje, con un listón de madera en la mano, con el que le midió la espalda y ahí acabó el debate. Eduardo volvió a los estudios, acabó la carrera y le perdimos la pista. Su camino de Damasco, fue de ida y vuelta. Antológico, el comentario de Alfonso: "Este Eduardo es muy voluble. Ahora que lo habían hecho mártir, va y se raja".

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