Tierra de palabras

Día de la paz

Una fracesita que nos gusta mucho a los adultos es decir que nuestros niños son la esperanza

T ODOS los días, por una cosa o por otra, me encuentro dentro de este personaje que quiere convencerme de que soy yo y del que cada vez menos me creo y estoy más harta. Su objetivo es que no llegue a conocer su estrategia para así poder campar a sus anchas, para que su agitación sea la mía y también su pelea consigo mismo; todo con la intención de dominar mi vida hasta conseguir que me identifique con él y no vea más allá de sus retorcidos y limitados conceptos.

Sin ir más lejos, el Día de la Paz pegó unos gritos que salieron por mi boca y eso por descuidarme un momentillo y no saber que los gritos en sí encerraban un miedo que no fui capaz de captar al vuelo. La cuestión es que ahora me pillo, aunque sea a destiempo, y me doy cuenta de lo que este personaje manipula mi emoción. Podía haber culpado al otro, decir que me sacó de quicio, pero si algo tengo medianamente claro es hacerme responsable de mis emociones y no andar perdiendo el tiempo echando balones fuera cuando la zancadilla me la hice yo misma dentro de mi propia área.

Una frasecita que nos gusta mucho a los adultos es decir que nuestros niños son la esperanza. Además, la solemos emplear para justificarnos. La paz va fatal entre nosotros, pero los niños nos salvarán de esta locura; el planeta está a punto de estallar, pero los niños son los que lo van a sacar adelante; la violencia de género se respira a pocos metros de nuestro entorno y serán los niños los que crecerán en igualdad y erradicarán esta plaga… Demasiada responsabilidad, ¿no crees? Los niños, mientras atienden su única responsabilidad de ser niños, ven las pifias de los adultos. Cuando ellos juegan, nosotros gritamos o nos faltamos el respeto; cuando empiezan a aprender lo que es reciclar, se asoman a la basura de su casa y ven una monda de patata con una lata de refresco y un periódico; cuando van en el coche disfrutando de la forma que tienen las nubes del cielo, perciben cómo uno de sus progenitores se sale del pellejo porque alguien se le coló ajustado en la rotonda.

Cuando mi personaje gritó el Día de la Paz, escondía oculto mucho miedo; miedo que, por fortuna, no paraliza a la persona receptora del grito. La incertidumbre me produjo tanta agitación que me sacó del estado interno de ecuanimidad.

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