En el transcurso de mi habitual paseo hasta El Rinconcillo, suelo pasar por la puerta del cementerio, un lugar por lo general solitario y tranquilo, cuyo sosiego solo se ve alterado los días en que algún muerto decide que sus huesos reciban en él cristiana sepultura para poder dormir el sueño eterno aposentados sobre la bahía y con vistas a Gibraltar. Sin embargo, estas últimas tardes se puede apreciar en sus alrededores una actividad frenética a pesar de no estar produciéndose inhumación alguna. Operarios municipales baldean aceras y calzadas, otros adecentan el interior del recinto ya arrojando a los contenedores flores y coronas marchitas ya acicalando nichos, mausoleos y panteones. Los puestos de flores de normal sobrios y con escaso muestrario, lucen ahora con sus estantes repletos y rebosantes de colorido y, para completar el cuadro, una enorme churrería-chocolatería se ha instalado casi enfrente de la puerta principal del camposanto, mientras que, al modo de bandada de buitres, los aparcacoches revolotean sobre un aparcamiento habitualmente desierto. La causa de tan desacostumbrado ajetreo es la proximidad del "Día de difuntos", una celebración anual en que la sociedad se acuerda de sus muertos. En realidad, se trata más bien de una toma de conciencia de nuestra condición de supervivientes, contraponiendo la brevedad de la vida a la que será nuestra definitiva residencia terrenal: la tumba. La nada más absoluta en la que se sumieron los que aquí reposan se verá perturbada durante unas pocas horas y aunque la "fiesta" sea en su honor, las almas de los finados (en el improbable caso que pudiesen manifestarse) no es seguro que se entusiasmen con semejante algarabía que, al fin y al cabo, lo único que consigue es incomodar su descanso eterno. Recordar a los que ya no están ese día concreto y en el sitio donde depositamos sus despojos no deja de ser una hipocresía. Lo poco o mucho que nos quede de los padres, familiares y personas queridas que un día perdimos, está en nuestra cabeza y más allá de flores y adecentamiento de nichos, son sus recuerdos el hilo que nos mantendrá en contacto con ellos mientras conservemos el propósito de no olvidarlos. El ancestral culto a los muertos se alimenta de la incertidumbre sobre lo que nos espera en un supuesto "más allá" y cuanto más ignorante es una sociedad más "vivos" están sus muertos al punto que, como ocurre en México, ese día se preparan pantagruélicos banquetes por si a los difuntos les apetece picar algo. Para acudir a un cementerio cualquier fecha menos la de difuntos. El visitante se verá envuelto en la atmósfera de serenidad y circunspección que se respira en los pasajes flanqueados por crujías e imbuido en esa melancólica soledad quizá sea capaz de conciliarse con los espectros que le rodean. Ya lo dijo León Felipe: …Para enterrar/ A los muertos como debemos, / cualquiera sirve, cualquiera…/ menos un sepulturero…

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