Descrédito de la palabra

Hacer en cada momento lo que les dictaba su conveniencia personal es lo que caracterizó a los gobernantes plutócratas

El discurso de muchos dirigentes políticos, de aquí y de allá, ha estado sometido a seguimiento y observación en los últimos años. Y han sido muchas las palabras pronunciadas que, al pasarlas por el cedazo de su posible veracidad, se resquebrajaban. Han sido tantas las falsedades que ha habido incluso que inventar nuevos términos para denominar el mecanismo que encubría tal falta de pudor. Posverdad adquirió a este respecto una cierta notoriedad, quizás porque en el deliberado falseamiento se buscaba, al menos, rendir culto a una cierta apariencia veraz. Pero pretender engañar y el fraude verbal no son artimañas nuevas en la vida política. A veces, ni siquiera escandalizan. En cambio, estamos asistiendo, en los últimos días a un comportamiento distinto respecto a la palabra empeñada. Y hay motivos para preocuparse porque supone una ruptura con hábitos democráticos establecidos y con las calificaciones mínimas exigidas por Max Weber si se quería mantener un mínimo concierto político civilizado. En su opinión, el dirigente político, en un espacio democrático, necesita mantener convicciones o, cuando menos, hacerse responsable de la palabra dada. Es decir, en el primer caso, sus decisiones deberían ser previsibles en función de unas convicciones expuestas y aprobadas, y en el segundo, por ineludible responsabilidad, la palabra dicha tiene que ser respetada. Y las rectificaciones, de haberlas, hay que explicarlas. Sin atenerse a estos preámbulos la convivencia colectiva y ciudadana no resulta posible.

Sin embargo, se asiste en estos días a escenas que provocan escalofríos. El presidente de EEUU -unas de las democracias más consolidadas y con mayores frenos y filtros en la selección de sus gobernantes- no sólo no se siente obligado a respetar convicción política alguna, sino que, lo que es aún peor, puede desdecirse sin pudor ni temblor, de lo anunciado el día antes y proclamar cínicamente lo contrario. Tras duras luchas se estableció la democracia para impedir que este tipo de comportamientos autistas, erráticos, ególatras, no fueran ya posible. Decidir y hacer en cada momento lo que les dictaba su conveniencia personal es lo que caracterizó, en el poder, a una larga saga de gobernantes plutócratas. Pero casos así parecían haber terminado con la democracia. Por eso, no se puede permanecer, impasible, observando desde el patio de butacas y comprobando cómo en un país con una constitución democrática de más de dos siglos, un solo señor hace y deshace a su antojo y capricho el devenir del mundo.

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