Hosteleros rabiosos, sanitarios descontentos, docentes enfadados. A ese ambiente en la calle se suma el retrato emocional de la sociedad española que hace la última encuesta del CIS: la gente se declara preocupada, ansiosa, triste. Y la indignación con las autoridades se ha disparado. Los ciudadanos suspenden de manera general a todas las administraciones. Hay una caída brutal en el aprecio hacia el gobierno de la nación y los regionales, y menor en el caso de la UE o los ayuntamientos; pero no se libra nadie. El personal estaba acostumbrado a ser tratado como una clientela que siempre tiene la razón por gobiernos adolescentes que le han dorado la píldora durante la pandemia.

Ahora que se empieza a reñir a desaprensivos e imprudentes, se cierran bares y comercios, se suspenden vacaciones o descansos a sanitarios, y se dan malas noticias, la población se muestra agotada y deprimida. Sólo anuncios como la vacuna de Pfizer levantan la moral. Casi seis de cada diez españoles consultados tienen miedo a enfermar, pero todavía son más los que piensan que nunca recuperarán la vida de antes, les angustia no estar en contacto con familiares y amigos, miran al futuro con pesimismo o les inquieta ver calles y comercios vacíos. Se acabó el buenismo de hemos vencido al virus, juntos salimos más fuertes, nos hemos anticipado, entramos en la nueva normalidad y otras simplezas que hemos oído a gobernantes nacionales o regionales en primavera. En plena segunda ola el eslogan de la normalidad se ha evaporado. Los ciudadanos están frustrados y lo pagan con las instituciones.

El Gobierno central tanto en manos socialistas como populares ya pasó por temporadas de escaso afecto en el pasado, pero el desprestigio de las comunidades autónomas es nuevo. Se habían convertido en regímenes cercanos al virreinato que desde su creación tuvieron el viento de cola. La economía y los servicios no pararon de crecer y se atribuía el éxito a la descentralización. Andalucía en los 38 años de autonomía llegó a multiplicar por seis su PIB. Un factor decisivo fueron los cuantiosos fondos europeos para infraestructuras, agricultura o formación por valor superior a los 100.000 millones de euros. Desde las instancias regionales se repartían muchas de estas ayudas generosamente y se apuntaban el mérito.

La cosa ya se trucó en la crisis de 2008 con los recortes generalizados, sobre todo en sanidad, y cuando empezaba a mejorar el panorama llegó la pandemia y terminó de quebrarse el hechizo. En el último lustro, como siempre que la economía española crece más que la media europea, Andalucía tenía mejores datos que el promedio nacional. Y de eso presumieron Susana Díaz antes y Juan Manuel Moreno hasta esta primavera. Ahora se ha invertido la tendencia. Todo es al revés; hay escasas razones para el autobombo y la gente no está para bromas, sumida en una depresión colectiva.

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