De SDE el siglo XIX los españoles venimos utilizando la palabra cunero para designar al candidato político que se presenta por un distrito con el que no tiene relación alguna. Entre 1876 y 1923, en pleno afloramiento del caciquismo, la ley lo permitía sin necesidad de falsear domicilios ni recurrir a ningún subterfugio y los comités nacionales de los partidos aprovechaban esta concesión para colocar, normalmente en las provincias más atrasadas y periféricas, a sus peones. Lo hicieron por igual los liberales y los conservadores e, incluso, los republicanos: unas veces con desconocidos a los que había que pagar algún favor y, otras, con personas de cierto relieve a las que se utilizaba estratégicamente para tratar de conseguir los votos que no se podían obtener con las propias fuerzas locales. Y, aunque cualquier tacha de ilegalidad estuviera descartada, el cunerismo siempre desató un interesantísimo debate intelectual entre las elites y emociones contradictorias en el electorado.

Presentar un cunero a las elecciones respondía, realmente, al viejo principio constitucional de que el diputado es elegido por una provincia, pero no para representarla a ella, sino para representar al conjunto de la nación. Sin embargo, contravenía totalmente una cultura política fuertemente instalada en el liberalismo -y luego en la democracia-, según la cual el diputado debe representar los intereses de la provincia o distrito por el que ha sido elegido y, para ello, se le requiere una condición tan sutil, pero sustantiva, como es la del arraigo. Por todo esto, más allá de lo que dijera el marco normativo, el electorado siempre prefirió el candidato avecindado en el distrito (en alguna norma anterior se pedían hasta siete años de residencia acreditada) al candidato nacido en él, buscando encontrar en su representante político la afinidad con sus necesidades, el conocimiento de sus problemas, la vivencia compartida y un compromiso auténtico que se entendía que solo podía dar la "pertenencia". En el pasado, para que los candidatos cuneros pudieran obtener sus escaños, en este país se recurrió normalmente al fraude, el clientelismo y la coacción. Quizás hoy ya no hagan falta: ahora tenemos la demagogia, las fake news, las promesas electorales, el populismo y la idea extendida de que no se vota a las personas, sino a los partidos.

Durante décadas todas estas cuestiones ya se discutieron larga e infructuosamente e, incluso, se barajó la posibilidad de que un candidato foráneo y prestigioso sirviera, precisamente, para liberar el voto cautivo de los electores locales. Lo que nunca estuvo en duda, en cambio, es que el cunero representaba la minoría de edad política de las formaciones provinciales, la evidencia de que se tenía que traer de fuera el liderazgo que no se tenía dentro y el hecho de que importaban más las necesidades tácticas del partido que la representación de los intereses concretos de los ciudadanos.

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