Desde nuestra más temprana edad, en nuestras familias, en la sociedad, nos van marcando unas normas de convivencia. Estas normas no nacen para fastidiarnos, para reducir nuestra libertad, sino que tienen que facilitar dicha convivencia. Somos libres, porque en libertad hemos ido creando estas normas, aunque son diferentes según sea la familia o la sociedad.

Nuestros horarios, nuestras comidas, nuestra forma de divertirnos, en gran medida incluso nuestros gustos nacen, se desarrollan dentro de estas normas. Algo tan simple como el comer no lo hacemos cuando se nos apetece, sino que vamos educando nuestro cuerpo para realizarlo en un horario marcado en nuestras familias, en el trabajo, en los colegios, en nuestra sociedad. Claro que se puede variar, y por necesidades se cambia y nos amoldamos al nuevo horario con facilidad. Un ejemplo de ello ha sido la nueva normalidad impuesta por el Covid. En los colegios se ha marcado un desayuno en silencio dentro del aula. Nada de correr con el bocadillo por el recreo, ni estar charlando a la vez que comemos, ni probar el de tu amigo. Esto se ha hecho con total "normalidad". No es que nos hayamos convertido en monjes de clausura donde impere el silencio, sino que priorizamos la salud sobre la sana costumbre de compartir el bocata.

Cuando llego a otra casa, a otra sociedad, no puedo hacer mi normalidad, sino que debo asumir la suya. Cuando entré en la Mezquita de Muhammad Alí Pasha, también conocida como la Mezquita de Alabastro del Cairo, con toda normalidad y respeto me descalcé. En ningún momento se me ocurre descalzarme en mis visitas a la parroquia del Carmen.

También es normal que en determinados momentos intentemos salirnos de la norma. La adolescencia es una etapa magnífica en la que gusta romper las normas. Los jóvenes necesitan marcar la nota, quieren hacerse ver. Existen personas que se creen que están por encima de esa normalidad y aparcan donde le dan la gana, no guardan la cola, sacan la basura cuando le apetece, etc.

Estos días hemos contemplado cómo un señor deportista, que ya no es adolescente, le ha echado un pulso a un país, a una norma tan simple como que para entrar en su territorio nacional debe estar vacunado. Ha perdido ese pulso. Los deportistas son los nuevos gladiadores. Pronto se vacunará y en su equipación imprimirá el código de vacunación. Cuando las normas son fáciles de romper se debe legislar, ese es el principal cometido de los buenos políticos. Pero cuidado, también puede haber malos políticos que para que suene su torneo local sacrifique el bien general.

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