Tengo una gardenia porque me gusta la tersura de su piel y cómo huele, y tengo un rododendro, sobre todo, porque me encanta pronunciar bajito la palabra rododendro. Tengo una hortensia que añora las brumas del norte y un hermoso rosal Bourbon que me regaló mi padre y que atesoro. Tengo un jazmín inmenso que estaba en mi casa antes de que fuera mi casa: bajo él se han escrito muchos poemas y han jugado los niños y ahora, a su antojo, anidan los mirlos. Tengo dos ficus benjamina y una yuca que salvé del contenedor y que, lozanos y felices, me lo agradecen cada día llenando el patio de verdor y frescura. Tengo un par de hibiscos de flor doble que me dio Mariquita, una vecina anciana de mi pueblo, buena como el pan y sorda como una tapia, que amaba a las plantas más que a sí misma. Tengo dos limoneros luneros criados en maceta y una dama de noche que se asusta con el frío y en estos días se queda casi sin hojas. Hace ya mucho tiempo que compré una dipladenia blanca y un estefanotis o jazmín de Madagascar que, junto a una hoya carnosa que otros llaman flor de cera, trepan y se enredan juntos en el enrejado conformando un trío indestructible. En octubre, planto bulbos para disfrutar en primavera de efímeros jacintos y tengo en la azotea un pequeño huerto urbano en el que he sembrado perejil, hierbabuena, culantro y albahaca. Aguardan impacientes a que lleguen los tomates, los pimientos y quizás una oronda berenjena.

Me recuerdo desde siempre comprando plantas, rescatando plantas, regalando plantas, cuidando plantas… y no puedo imaginar mi vida sin un patio. Saben los que me conocen que agradezco más una maceta de geranios que un ramo de carísima flor cortada y que no puedo pasar de largo si veo en la basura uno de esos potos de oficina que se abandonan cuando ya no lucen esplendorosos después del maltrato de sus dueños. También a las plantas, tristemente, les pasan las mismas cosas tristes que les pasan a las personas.

Compro, acojo, rescato y cuido, pero lo que más me gusta es sembrar: sacar yo misma la semilla del fruto o de la planta, ayudarla a germinar en la soledad oscura, plantarla, esperar con una impaciencia atenta, regarla con delicadeza, observar cómo arraiga, brota y crece. Ver atónita y sorprendida cómo de la aparente nada emerge la vida, cómo vence a la inclemencia y al olvido, cómo se abre paso entre los granos de la tierra para ofrecernos la belleza, el alimento y la compañía. Por sembrar, sembré hace semanas en una pequeña maceta cuatro palos sacados de una higuera que sobrevive, heroica e imperturbable, al derribo de una casa de las últimas calles del barrio del Matadero. Y estoy absurdamente feliz en estos días porque en dos de ellos asoma ya el brote verde y diminuto, presagio de una hoja mítica que, junto a sus hermanas, será en el futuro una nueva higuera.

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