Durante el siglo XIV la ciudad amurallada de Caffa, en la península de Crimea, estuvo en manos de la República de Génova en razón de ser un lugar estratégico para el comercio en la "Ruta de la seda". En el año 1346 los mongoles comenzaron un largo sitio a la fortaleza. En el transcurso del cerco, los asaltantes sufrieron los efectos de la peste negra una enfermedad que probablemente se originó en la frontera de China de donde procedían las huestes tártaras. Agobiados por la duración del asedio y por los estragos de la peste entre sus tropas, los mongoles decidieron cargar sus catapultas con los cadáveres infectados de sus soldados para introducirlos por encima de las murallas (en cierta forma, estaban anticipando la "guerra biológica"). La epidemia se propagó con rapidez entre los residentes de Caffa y los pocos que sobrevivieron terminaron escapando por mar. Sus barcos arribaron al puerto de Mesina en Sicilia y allí las ratas y pulgas que acompañaban a la colonia de genoveses sirvieron de vector de transmisión para introducir la peste negra en Europa: Génova, Venecia, Francia, España, Inglaterra… Rusia. La pandemia diezmó la población europea que pasó de 50 a 20 millones de personas.

En 1918, coincidiendo con los estertores de la I Guerra Mundial, otra pandemia se extendió por el mundo, la llamada "gripe española". El (super) virus H1N1 fue su causante y en poco más de dos años mató a 50 millones de personas (más que las dos guerras mundiales juntas). Aunque separadas por seis siglos, el factor principal de la difusión de las dos enfermedades fue su gran capacidad de contagio aún en unos tiempos en que la movilidad de la gente era bastante limitada (la mayoría de personas no se alejaban en toda su vida más de 20 km de su lugar de nacimiento). En estos días estamos asistiendo con preocupación a la propagación de otro agente patógeno, un coronavirus que tuvo su origen en la ciudad china de Wuhan. La extrema facilidad de desplazamientos entre ciudades, países y continentes junto con la gran masificación de los núcleos urbanos y la inexistencia de una vacuna específica, favorecen la rápida transmisión de esta enfermedad respiratoria, dejando prácticamente y a pesar de nuestra sofisticada medicina, en las manos del virus (su tasa de mortalidad y su índice Ro -número de personas capaces de ser contagiadas por un infectado) la gravedad de la epidemia. No sabemos ni cuándo ni dónde, pero está garantizado que llegará una nueva versión de la gripe asesina del 1918. Sin una vacuna universal los servicios de salud se verán desbordados, las infraestructuras amenazadas y el suministro de alimentos comprometido. Los disturbios callejeros ocasionaran tantas o más victimas que la gripe. Solo nos queda rezar… y lavarnos las manos.

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