La aldaba

Carlos Navarro Antolín

cnavarro@diariodesevilla.es

Confesiones de taxistas y taberneros

Ahora son ellos los que te cuentan sus penurias, ahora hay que oírles, ofrecerles el hombro de unos minutos de escucha

Siempre se dice que los taberneros y los taxistas son una especie de confesores a deshoras. Administran una suerte de sacramento de la escucha. La gente necesita ser oída. Y cuando entra la desesperación, cualquiera es bueno, sobre todo si se trata de compañeros de viaje a los que Dios sabe cuándo se verá de nuevo. Ocurre que esta pandemia ha dado un vuelco en tantas cosas que ahora son los profesionales de estos gremios quienes se confiesan con una clientela escasa. El otro día, tras pagar a un taxista su carrera, me despedí deseándole una jornada cargada de servicios. "Pues el suyo ha sido mi último servicio", me respondió con gratitud y amabilidad. "Me jubilo con 47 años de cotización. En cuantito usted se baje, me voy a mi casa". Me dejó sorprendido, pero el hombre estaba feliz. Para él era el momento perfecto para pasar a esa etapa de júbilo si tenemos en cuenta la Etimología. ¿Y quién puede presumir hoy en España de haber alcanzado casi las bodas de oro cotizando a la Seguridad Social? Tan sólo esa hornada de trabajadores prematuros, esos jóvenes que, probablemente, tuvieron que echarse a la calle para llevar unas perras a casa, muy alejados de las aulas, los cursos de posgrado, la calidad de vida y otras gaitas. Esa misma noche, otro taxista al que comenté el caso de su compañero me lloró: "A mí me robaron siete años de cotización en una empresa de aceitunas, ¿sabe usted? Tengo que seguir al volante". Y otro taxista más, al menos, se mostró resignado, pero aliviado: "Sin turismo hace meses que no vengo al centro. Pero llevo dos años feliz desde que me divorcié". Al día siguiente, un tabernero rogó a sus clientes que aguantaran un rato más en la terraza para generar el efecto llamada. Así lo hicieron y así ocurrió. Se sentó un matrimonio en la mesa de al lado, pero sólo pidieron una cerveza con aceitunas. Las calles de Andalucía están tristes. La falta de movimiento estanca las aguas del ánimo. No falla. Y la gente tiene necesidad de hablar, relatar, contar, ser oída para ser comprendida. Ahora es la clientela la que escucha, la que atiende en confesión de forma improvisada a los hombres y mujeres de esos oficios castigados con especial crudeza por la pandemia. Los de las capitales te cuentan que los números no cuadran, los de las comarcas con hoteles que apenas tienen carreras buenas porque vivían de llevar y traer turistas a los aeropuertos, los de los autobuses escolares que sobreviven con la ruta diaria aunque sin complementos como las excursiones, ahora suspendidas sine díe. Lo peor es cuando te confiesan: "He abierto a pérdidas, sólo por reputación". Y no tienes perdón que administrar.

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