La semana pasada todas nuestras dudas quedaron ya, por fin, resueltas. Nos hemos pasado la vida sin saber cuánto retraso es admisible en una sociedad civilizada; sin poder dilucidar si una espera de cortesía de cinco minutos era algo razonable o, por el contrario, un exceso; sin saber determinar cuánto reproche merece una tardanza de diez minutos o una de media hora. Era mucho más sencillo y no nos habíamos dado cuenta: un retraso de solo cincuenta segundos es ya una cosa horrible y debe ser correspondido con toda la repulsa posible. Qué descanso.

El retraso de cincuenta segundos debería ser incorporado a los sistemas internacionales de medición, con el mismo rango que el metro, el gramo, el litro o el quilate, y eso facilitaría enormemente la relación entre las personas. Pasado ese tiempo, ya podremos enfadarnos como fieras corrupias y no tendremos que esperar a las personas tardonas, ni esforzarnos en comprender sus excusas; ya no tendremos que hacer ningún ejercicio emocional de empatía y mucho menos tendremos que imaginar lo que ha podido provocar tamaño retraso. A los cincuenta segundos, debe darnos igual que al conductor del vehículo le haya dado un vahído o que al coche le haya sobrevenido una avería, que haya aparecido un atasco imprevisto, que alguien haya recibido una llamada de importancia o que el sujeto “tardante” haya sufrido un retortijón o una caída. Qué tranquilidad. Lo firmo. La impuntualidad es una cosa de muy mal gusto. Y si la tardanza se produce por un fallo de protocolo, todavía es peor. Los fallos de protocolo son también una cosa de muy mal gusto, porque desordenan de manera incómoda la vida de la gente vip. Sobre todo, son especialmente desagradables esos fallos de protocolo que se producen cuando algunas personas te meten el codo hasta lo más profundo del hígado para ponerse delante en la foto o más cerca del personaje principal.

Ya que somos tan exquisitos y que estamos tan enfadados por todo, deberíamos fundar un nuevo organismo dentro de la ONU para erradicar todas las cosas desagradables y de mal gusto de la faz de la tierra, sin olvidar, por supuesto, que los abucheos y los insultos también lo son. Hay que erradicar todas estas cosas, pero con independencia de quien las cometa y hacia quien vayan dirigidas. A ver si conseguimos, por ejemplo, que en la esfera pública nadie se alegre de los abucheos ni llame al otro miserable, asesino, bruja, imbécil o criminal.

Y, en cualquier caso, hay que erradicar también que se responda con la misma moneda, es decir, reproduciendo aquellos actos que precisamente se censuran aplicando una especie de ley del Talion de los malos modos. Este es un mal muy propio de nuestro tiempo: en lugar de igualar por arriba, imitando las conductas éticas y ejemplares, se iguala por abajo, remedando las acciones reprobables y de mal gusto y coadyuvando así a la peor de las escaladas antidemocráticas que una sociedad puede permitirse.

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