El Cid

Tanto como un caudillo medieval, sujeto al albur fronterizo, el Cid fue una vasta creación lírica

El lunes leíamos en El País que fue Cela quien intermedió, en el año 68, para recuperar un trozo de cráneo del Mío Cid que andaba en manos de una pintora inglesa, y que se habían llevado los franceses en 1808. Finalmente, el hueso descansa en la Academia, y viene profusamente ilustrado por el nombre de todos los curiosos impertinentes que participaron en la predación luctuosa. No crea el lector, sin embargo, que esto es sólo cosa de la impunidad bélica. El propio Napoleón, que es quien, según parece, impulsó tal latrocinio en Burgos, acabó más o menos desmembrado cuando le llegó su hora; de modo que, si no recuerdo mal, alguna parte de su parva anatomía quizá decore los estantes de la wunderkammer de un ginecólogo neoyorquino.

No mencionaremos, por demasiado sabidas, las peripecias en formol del célebre apéndice de Rasputín, tan trabajosamente asesinado por el príncipe Yusupof. Pero lo cierto es que el XIX está lleno de cerebros más o menos eminentes, pesados con escrúpulo, que pretendían corroborar las especulaciones de Gall o de Cuvier. El propio e infortunado cráneo de Descartes, muerto por el capricho de aquella reina caprichosa y brillante que fue Cristina de Suecia, corrió una suerte pareja a la de nuestro Rodrigo Díaz de Vivar, incluida la minuciosa anotación sobre el hueso, que se hizo en la cabeza del filósofo, después de trasladarse secretamente sus restos desde el país hiperbóreo a la Francia del XVII. Lo cierto es que el cráneo de Descartes tuvo algo que ver en toda aquella inquietud museística que agitó a la Francia revolucionaria, tras las devastaciones y daños infligidos al patrimonio eclesiástico, y que será Lenoir el encargado de reunir y proteger en su celebérrimo Museo de los Monumentos Franceses, que antecede al Louvre, y donde Michelet creyó encontrar su vocación definitiva: Francia y su Historia.

Finalmente, el cráneo de Descartes reposa, con todo merecimiento, en el Panteón de los franceses ilustres. Mientras que el breve trozo del Cid, recuperado del expolio, se guarda, también merecidamente, en la Real Academia de la Lengua. Tanto como un caudillo medieval, sujeto al albur fronterizo, el Cid fue una vasta creación lírica, a cuya conservación y difusión contribuyeron, de modo eminente, don Ramón Menéndez Pidal y don Alfonso Reyes. Que fuera don Camilo José Cela quien intermediara en esta secreta hazaña, no es sino un misteriosa y dilatada forma de coherencia poética.

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