El polvo rojo del desierto cubre el cielo. Desde mi ventana, observo que el firmamento se torna de un color anaranjado y apocalíptico que, en el fondo, se compadece bien con estos tiempos de crispación, enfermedad y guerra. Sopla el siroco a miles de kilómetros, en un recóndito rincón de nuestro sur africano, y sobre el enlosado de mi patio la lluvia deja lágrimas de barro sanguinolento. ¡El mundo es tan pequeño! La calima, invadiéndolo todo, nos deja también lecciones silenciosas contra la soberbia humana. Nos creemos únicos y especiales, seres extraordinarios capaces de dominar el planeta y controlarlo todo y, sin embargo, un estornudo en el Sáhara nos sumerge en un mar de arena que contamina el aire y engrosa las arcas de los lavacoches.

Hay mensajes ocultos en todo esto. Viendo que el polvo del desierto tiñe la nieve de los Alpes y de los Pirineos, deberíamos aprender que nada de lo que sucede en esta pelota azul nos es ajeno, que lo que consideramos problema de otros es también problema nuestro y que no hay concertinas, ni muros, ni fronteras que sirvan para contener el clima, la guerra, la pobreza o el miedo. Un viejo proverbio chino, intuitivo y pedagógico, en el que se dice que el aleteo de una mariposa se puede sentir al otro lado del mundo, respalda desde un pasado ancestral la sorpresa de Edward Lorenz al comprobar la imposibilidad de realizar predicciones matemáticas y meteorológicas seguras. Allá por 1963, el científico andaba preparándose una taza de café y, al volver a su despacho, observó cómo, con solo variar mínimamente el redondeo de unas cifras, el ordenador había alterado todas sus predicciones. Acababa de nacer la teoría del caos: de ese caos del que puede que nunca podamos liberarnos. Todo puede suceder. Pero ni tenemos por costumbre oír a la ciencia en este diminuto planeta ni oímos las voces que arrastra la calima, mientras entra desapercibida por las rendijas de las persianas, se acomoda parsimoniosamente sobre nuestros muebles y nos recuerda que, en este inmenso universo, todos somos lo mismo y vivimos para lo mismo, afectados, quizás, por la simpática carrera de un pequeño fénec atravesando el mar de dunas. En estos días, la calima nos trae también extrañas lamentaciones, susurros y gestos de perplejidad. Una parte del pueblo saharaui, extraída del abigarrado mundo de la Berbería y de la confusa y dispersa amalgama cultural de los amazigh, se siente traicionada por aquellos que durante tanto tiempo dijeron defender su causa, pero aún más sorprendida por la inaudita aparición de presuntos defensores entre los que siempre cuestionaron sus derechos y menospreciaron su identidad. A ver si va a ser esta inesperada convulsión de la coherencia la que ha desatado la tormenta de arena que ahora cubre las plantas verdes de nuestro jardín.

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