Alto y claro

José Antonio Carrizosa

jacarrizosa@grupojoly.com

Borrados

La tentación de borrar a personajes incómodos y actuar como si no hubiesen existido recorre la Historia

El que manda siente en algún momento una irresistible tentación por reescribir la Historia y ponerla donde a él, por las razones que sean, le conviene. Una de las técnicas más habituales, y también de las más grotescas de reescritura, es la de sepultar en el olvido, como si nunca hubiera existido, a una persona que en un momento determinado tuvo un papel protagonista y que cayó en desgracia. Borrar su rastro, actuar como si ese incómodo fantasma nunca hubiera pertenecido al mundo real, es un procedimiento al que se le puede seguir el rastro a través de los siglos y que, en la época contemporánea, se puede encontrar en las dictaduras, pero también en democracias perfectamente homologadas.

Legendario es, en la época de Stalin, el borrado de Trotski de las fotografías de la Gran Enciclopedia Soviética para que no apareciera junto a Lenin en los días de la Revolución de Octubre. Para las técnicas, bastante chapuceras, que había en la época el trabajo está hecho con un enorme cuidado y da el pego. Seguro que por la cuenta que le traía a los encargados de perpetrar la desaparición, sobre cuyas cabezas sobrevolaban Siberia y el paredón.

Sin llegar a tales extremos, ni mucho menos, el otro día en Valencia se produjo también una desaparición que tiene poco de misteriosa. Alberto Núñez Feijóo reunió en un acto a su mayor gloria al pasado del PP. Quería vincular la historia del partido con su actual liderazgo y para eso se llevó al escenario a José María Aznar y a Mariano Rajoy. Todo fueron parabienes y abrazos. Entre tanto entusiasmo, ni rastro del que fue inmediato predecesor de Feijóo en la presidencia nacional del PP. Pablo Casado ni estaba en la foto ni nadie lo echó de menos. Como si la tierra y la Historia se lo hubieran tragado.

Cierto que la trayectoria de Casado al frente del PP no fue para llenar de orgullo a los militantes ni para sacar pancartas con su esfinge. Pero tampoco convendría olvidar que cuando estaba recién llegado al puesto las encuestas, como ocurre ahora, lo ponían a las puertas de la Moncloa. Enseguida -como el banderillero de Belmonte que llegó a gobernador civil- empezó a degenerar y el partido en un movimiento de lógica autodefensa lo puso de patitas en la calle después de varios desastres consecutivos en los que demostró que andaba cortito de talla política. No se trata de reivindicar la memoria del caído, aunque condenarlo al olvido absoluto quizás sea excesiva penitencia para los pecados cometidos. O no, que diría Rajoy.

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