Hace tiempo, demasiado tiempo, cuando aún no había concluido los estudios de filología Hispánica en la universidad de Sevilla, un trabajo sobre el léxico en las coplas flamencas me empujó a un noctámbulo peregrinaje por tabancos y ventas de Jerez, donde entonces pululaba lo mejor de desgarradas estirpes de bailaores y cantaores que unos años antes José Manuel Caballero Bonald había comenzado a poner en valor con claroscuros análisis y perseguidas antologías. Recolectando metáforas y comparaciones, una tibia madrugada de abril dejé atrás la espadaña de Santiago envuelta en brumas, busqué la oscuridad de un poniente aún en sombras y me dirigí a uno de esos pagos de lomas y albarizas donde el olor a mosto impregnaba trochas y veredas, camino de una venta sin más reclamo que el de algunos automóviles aparcados frente a ella. Al cruzar el umbral me adentré en un mundo conformante de otro mundo: débiles bombillas apenas alumbraban a un grupo de cabales que oían absortos lo que estaban viviendo. Oscuros pantalones con la raya desdibujada, zapatos sin brillo, camisas blancas impregnadas de sudor y madrugada bebían en traslúcidos catavinos sobre huesos de aceitunas y capas de húmedo serrín. Más allá del olor a bodega honda y a flor de vino fermentada, destacaba la oronda figura de una mujer curtida en tiempo y cantes: ancha camisola abierta sobre la falda larga, rodete cano ensartado de horquillas y un compendio de veneros que surcaban la sufrida piel envejecida. Nada de eso se notaba al cantar: seguiriyas, soleares, bulerías salían de unos labios sin más formación que la noche y la viudez liberadora. Su voz traspasaba el alba y tenía un deje de alas muertas capaces de emprender el vuelo. Al acabar, dejó un poso de estrechos corredores en el pecho y la felicité. Me dijo que aquella vez había cantado a gusto, ya que la boca le sabía a sangre.

Así escuché por vez primera a Ana Blanco Soto, Tía Anica la Piriñaca, quien, con el Borrico, el Serna, el Troncho, el Batato o la Perrata me guiaron por los oscuros y venerables compases del viejo flamenco de Jerez, mientras la Tía Juana la del Pipa al levantar los brazos y hablar con los dedos daba forma a un baile aprendido en las trastiendas humildes de unas vidas sin más formación que la subsistencia.

Ese flamenco con desterrados orígenes será Bien de Interés Cultural y el Consejo de Gobierno autonómico trabaja en el Anteproyecto de Ley del Flamenco por el que su enseñanza se implantará en todos los niveles educativos de Andalucía. Se trata de una excelente noticia que supone el reconocimiento de un arte nacido en las sombras que ahora iluminan focos más potentes y académicos. Buena forma de reconocer unas expresiones acompañadas en estos globales tiempos de técnica, depuración y apropiaciones culturales, pero donde cada vez resulta más difícil apreciar el sabor de la sangre.

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