Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

Bancos como malos hijos

La vida de una persona puede definirse por los estados tecnológicos y económicos que conoce desde su niñez hasta su vejez. Si a uno le empieza a parecer anteayer, por ejemplo, el año 1992 es que va para viejo, y caemos en un tierno patetismo cuando hablamos de las bondades inigualables de cinco niños en un seiscientos, el pan con chocolate y a la calle, la zapatilla educadora de mamá o jugar al teje. Viene esto al caso por el cambio drástico -dramático, dicen en inglés, y viene al pelo- del modelo de negocio bancario, particularmente desde el estallido de la primera Gran Recesión del siglo XX, que en España cursó con la liquidación, ay, de las cajas de ahorro. La banca comenzó a migrar a internet y al cajero, a cerrar sucursales y despedir a empelados, a vender de todo ante los ridículos márgenes de sus operaciones tradicionales con tipos de interés deslizándose hacia el cero, a domesticar al cliente para alejarlo de sus oficinas y ventanillas, hoy prácticamente inexistentes. Esto es lo que hay: también las máquinas segadoras mandaron a las ciudades a los campesinos y el vídeo mató a la estrella de la radio. De nada vale patalear por que los tiempos cambien, incluso por que cambien una barbaridad.

Pero sí cabe quejarse de la injusticia con los usuarios más vulnerables, las personas mayores: porque los son, y son menos capaces de asimilar la (brutal) transición tecnológica; pero más allá de la compasión por su debilidad y más allá de la apelación a la fraternidad entre generaciones, se trata de una obligación de las entidades bancarias. Hablo de que debería ser evitado gubernativamente -penalizado, a unas malas- el maltrato indirecto a los viejos, condenados a trasegar billetes en una pared en plena calle o a manejar sus ahorros ante un ordenador que les produce, en general, pánico. Por la mera razón de que estos clientes son los más antiguos, los más leales en la cesión de sus ahorros y en el pago religioso de hipotecas y préstamos. Y eso genera un derecho como la copa de un pino, un pino centenario.

Hace ahora casi un año, Rafael Padilla titulaba en estas páginas con unas palabras definitivas: No es banca para viejos. No está de más volver a recordar la idea. Porque han dado más que han recibido: el negocio de la custodia de ahorros de las personas, con su multiplicación financiera, y el negocio de la provisión de préstamos a cambio de un precio, el interés, son la esencia -o eran- de la existencia de la banca. Y no es de ley actuar como malos hijos que abandonan a sus padres en la vejez. O en qué clase de país estamos.

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