Pilar Vera

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Balleneros

Durante tanto, en todas partes, las supervivencia ha supuesto un combate constante con el medio

Alos viajes se llega embrutecido y se sale aprendido. Es algo casi automático, ni siquiera hay que ponerle mucha voluntad, por muy turistas que -no nos engañemos- seamos todos: el cambio de referentes y los nuevos estímulos, ese descansado lienzo en blanco, nos oxigenan el cerebro. Es por eso por lo que nos gustan tanto.

Hace tiempo que no pillo una tarjeta de embarque, así que dedico este agosto a viajar por lo aprendido en escapadas pasadas. Últimamente, pienso mucho en la ristra de islas del norte de Escocia, las verdaderas Islas del Hierro -lo que está muerto no puede morir-. Pertenecen a suelo británico pero son tan vikingas que el consulado de Noruega es uno de los pocos espacios administrativos que pueden encontrarse en ellas.

Tanto las Orcadas como Shetland son, en fin, unas islas bastantes descolgadas, de meteorología brutal y paisaje delicado, con hierba algodonera, ovejas que pastan algas, caballos enanos y playas de arena blanca. No hay prácticamente árboles a la vista: el viento sopla con saña. Tanta, que algunos de los emplazamientos neolíticos que las siembran salieron a la luz después de una tempestad -Skara Brae entre ellos, ni más ni menos-, dejando pasmados a sus empecinados habitantes. A la famosa Morgana la hicieron reina de las Orcadas, y no me extraña: debían tener un aura endiablada aquellos parajes, sin nada más que un mar rugiente alrededor y esas misteriosas piedras salpicando el paisaje, quién sabe para qué, no había otra forma de explicarlo que con hechicería.

No hay, desde luego, modo de entender que alguien las habitara si uno no tiene en cuenta al mar, la autopista que durante tanto tiempo conectó todo el archipiélago británico. En las Islas del Hierro fueron balleneros durante mucho tiempo, y no cuesta imaginar, en un día nublado, la dureza de una vida iluminada por el ocre del aceite de ballena. Hoy día, no hay placer como contemplar que el cielo se rompe en un refugio bien aclimatado, con tu calefacción y tus luces led. No hace falta mucho, sin embargo, para recordar lo frágil del equilibrio: varios retrasos en los ferris pueden hacer que los supermercados se queden cortos; por no hablar de lo que supone que una turbina se pare o el mal tiempo arrase un tendido. Son recuerdos de que no estás tan lejos de esa vida al filo.

Durante tanto, en todas partes, la supervivencia ha supuesto un constante combate a sangre con el medio. Lo sigue siendo, aunque nos creamos muy lejos de las islas del fin del mundo.

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