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La izquierda ha añadido un inexplicable prestigio a un gregarismo poco o nada igualitario como el nacionalista

Los resultados electorales de Galicia y País Vasco han traído un aumento del voto nacionalista, que sólo en parte podemos atribuir a la crisis y a ese gesto reflejo de las sociedades en tiempos de mudanza. O sea, el "America first" de Trump, pero transplantado al terruño de cada cual, sea éste del tamaño que sea. En el caso de España hay que añadirle el inexplicable prestigio, de indudable naturaleza romántica, que la izquierda ha querido añadir a un gregarismo poco o nada igualitario, como es el gregarismo nacionalista.

Hace ya algunos meses, un viejo comunista astur me ponderaba el carlismo decimonono como precursor de la lucha libertaria contra el ominoso centralismo español. Que esto sea radicalmente falso no dice nada a favor ni en contra de su eficacia ideológica. Lo interesante, a todos los efectos, es el modo en que los nostálgicos del Ancien Régime han devenido progresistas para nuestra desconcertada y anémica progresía. Digamos que cada época busca en la Historia aquello que necesita para explicarse. Y si Winckelmann halló en el arte griego el fruto lógico de la democracia, Jacques-Louis David encontrará en Roma y Esparta la adusta moralidad de la Revolución francesa. En el caso del carlismo, Valle-Inclán no hizo sino trasplantar el regalismo francés, la chuanería de Barbey d'Aurevillly y Balzac, al legitimismo borbónico encabezado por don Carlos María Isidro. Pero el joven Valle sabía que estaba defendiendo una opción ética y estética declaradamente antimoderna y contraria a la democrática. Los particularismos de hoy, sin embargo, han escogido la lucha contra el Estado y han querido olvidar el carácter reaccionario de tales hechos. También se ha privilegiado el término "libertad" en detrimento de la "libertad de los pueblos", cuando lo cierto es que "El Pueblo", a ojos del nacionalista, posee un carácter gregario, un viso racista y, en cualquier caso, trascendental, que no se aviene en modo alguno a las aspiraciones, mucho más modestas y mundanas, de la democracia.

Que esta criba aristocrática y biológica, contraria por completo al concepto de ciudadano, resulte hoy un ápice de la progresía, no deja de ser un fracaso de las libertades: libertades que nacen contra la coerción del linaje, de la raza, de la lengua y de la religión, y que con el nacionalismo vuelven a alcanzar un prestigio servil y antimoderno. ¿Antimoderno? En puridad, se trata de un hijo melancólico e indócil de la modernidad -véase a Torra-, que aún sueña una arcadia de señores y guardeses.

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