La desatención a lo común es un mal endémico que padecemos, sobre todo los algecireños, desde la noche de los tiempos. En la esfera de los administradores públicos, hay un valor añadido: les molesta la crítica y no escuchan a nadie situado más allá de su alcance. Es de reconocer, no obstante, lo costoso que es prestar atención al mobiliario y a los elementos decorativos y útiles plantados en suelo urbano. Como lo es respetar la opinión de los que, no haciéndose emisores de ecos y consignas, se permiten cultivar el pensamiento con las limitaciones que exigen las buenas costumbres. Si bien hay que tener en cuenta esos detalles, lo que más nos perjudica es el comportamiento de los censados y transeúntes que satisfaciendo su instinto animal, tienen a la ciudad y a sus recintos como si de una inmensa porqueriza se tratara; adaptada a sus hábitos y necesidades básicas o circunstanciales.
Estos días atrás ha aparecido en Europa Sur una noticia relacionada con el lamentable estado en que estaba la palmera imperial del (ex) Paseo Marítimo y, enseguida, otra con la rápida reacción del Ayuntamiento adecentándola; no obstante, creo yo, ser su cuidado responsabilidad de la Autoridad Portuaria. Ha pasado desapercibido un detalle que no es menor, ni mucho menos, y es que en algún momento a la palmera se le ha cercenado el tronco principal. Advierto que, como es obvio, una palmera imperial tiene un poderoso tronco (en este caso cortado) y un número indeterminado de hijuelos, que es lo único que nos queda de esta nuestra que ha tenido la desgracia de nacer por aquí. Si lo hubiera hecho en Elche tendría, como tiene allí una de la misma variedad, un verdadero trono al exquisito cuidado de los jardineros del Ayuntamiento de esa bella y próspera ciudad levantina, con apuntalamientos que evitan el deterioro derivado de su peso.
Con estos gestos, es natural que produzca inquietud que vayan a hacer no se sabe qué en el parque María Cristina; el parque de siempre, el de nuestras ensoñaciones, el de nuestras vidas. Me quedé en una ocasión con la escena de una agente uniformada que, con uno de los pies apoyado en uno de los bancos de piedra artificial de la calle principal, comía compulsivamente pipas de girasol, mordiendo la cáscara, tirando ésta al suelo y engullendo con pasión la grisácea semilla del fruto. Créanme, es para dudar de todo y más aún cuando parece que lo que se va a hacer es un secreto de Estado.
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