Verbos transitivos

José Juan Yborra

Asilo desamparado

Ahora la vejez ha llegado a tus muros y nadie te protege. Tú, que a tantos albergaste, te derrumbas solo, sin compaña

El asilo San José, en Algeciras.

El asilo San José, en Algeciras.

Llueve. Con el empecinamiento de las mareas constantes, llueve. Oyes bajar el agua por rugosos canalones verde mar, golpear el viento en las oscuras ramas de los viejos lavaderos, filtrarse las gotas por los cristales emplomados de las vidrieras modernistas, transpirar la humedad en tus tejados vencidos, hincharse las maderas marinas del retablo ojival y crujir la desnuda espadaña apenas sostenida sobre placas que cubren muros de grietas y abandono.

Atrás quedaron tiempos de esplendores, de suelos impolutos que afanosos hábitos hacían brillar cada mañana, de techos altos que cobijaban a aquellos ancianos que no tenían donde caerse muertos. Blancas manos, blancas tocas y blancas paredes con rumor a hiniesta protegían la inclemente vejez de vidas sin amparo. Te edificaron cuando la ciudad era pequeña pero abierta, recoleta y cosmopolita. Años de costumbres inglesas, conferencias internacionales y comunidades que desde Valencia llegaron de la mano de una filantropía entonces al uso. Donaciones, rifas y recaudaciones ayudaron a erigir muros y a cubrir techos. En ajados mostradores se posaban huchas de madera con un cromo de Teresa Jornet que puntuales profesas recolectaban cada viernes. Todo lo presidía tu alta capilla, plena de luz y de límpido silencio, que el arquitecto del hotel Cristina diseñó con un gótico sajón lleno de ménsulas y nervaduras bajo la quilla inversa de tu techo.

"Oyes cómo el tiempo te empapa entre frías humedades, mientras sigue lloviendo sobre tus tejados vencidos y exclamo que no quiero verte morir así, desamparado"

Tu larga fachada vio pasar a humildes internos y visitantes de alcurnia: huellas de charol para recorrer sagrarios y suelas de albero para pisar la Perseverancia. Tu espadaña vio faenas de Mazzantini, Joselito el Gallo, Juan Belmonte o Miguelín; crepusculares sesiones de cine en tórridos veranos de rigurosa represión y africanas tropas; matinales mercados de ganado junto a la Feria; uniformados alumnos camino del Instituto; hileras de tacones en busca de Sanidad; nocturnas cofradías recibidas por cantos monjiles o recitales de rock en la imperseverante plaza de rojas pirámides de cristal y acero.

Ahora la vejez ha llegado a tus muros y nadie te protege. Tú, que a tantos albergaste, te derrumbas solo, sin compaña. Te incluyen en alarmantes listas de patrimonio amenazado y no hay tocas que te cobijen, manos que te cuiden ni proyectos de vida que frenen tu ruina hasta que caigas muerto. Compruebas la soledad y el desapego en una ciudad desmemoriada tan huérfana de recuerdos que se ha acostumbrado a las continuas pérdidas, a la desidia y al abandono como antesala del derrumbe. Pasillos, retablos, espadañas y vidrieras se van pudriendo entre unos muros que son trastienda de los ecos y corredores de recuerdos diluidos entre sombras de lo que fuiste. Oyes cómo el tiempo te empapa entre frías humedades, mientras sigue lloviendo sobre tus tejados vencidos y exclamo que no quiero verte morir así, desamparado.

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