Históricamente, las ciudades no fueron territorios especialmente arbolados. Hay que esperar a la Ilustración y al posterior derribo del cinturón de fortificaciones para que surjan los primeros paseos o salones urbanos. Los coetáneos impulsos higienistas orillaron esas nuevas aceras de jóvenes plantones que simulaban recrear un cada vez más atrayente paisaje natural en las afueras de las desfasadas murallas.

En Algeciras no hubo que derribar antiguos lienzos, pues fueron derruidos con la sistemática destrucción sufrida en el siglo XIV. El dieciochesco marqués de Verboom, verdadero artífice de la nueva urbe, proyectó unas defensas que no llegaron a constreñirla. El primer salón urbano fue la plaza Alta. Disponemos de una equilibrada ilustración de Tomás López de 1807 a partir de un dibujo de Joaquín Dolz. En él se observa la plantación de cuatro hileras de álamos de Lombardía, especie que pervivió en el cauce del río de la Miel, dando sombra a las lavanderas que junto a los Arcos realizaban su trabajo. Otras variedades poblaban la alameda Vieja, la vía que comunicaba la iglesia de la Caridad con el puente, en cuya esquina se alzaba un decadente sauce que escoltaba la capilla del Cristo. Con los años, fue la zona norte la elegida para ubicar los espacios de recreo: el salón de Cristina, la plaza de toros y la feria fueron los hitos que sirvieron para urbanizar el antiguo cortijo del Calvario desde el primitivo coso al fuerte de Santiago: acacias de Jerusalén y plátanos de Indias dieron cobijo a tardes de albero, palmas, manzanilla y bailes. El nuevo siglo importó conferencias internacionales y una britanización latente en el habla y las costumbres, trenes y fachadas, pero también en araucarias de mar y robles de magia. Taxodios confidentes y palmas coloniales plantaron en sus jardines los ingleses asentados en la villa Vieja, el Secano o la Estación, emulando a los del hotel Cristina o los de la aledaña mansión de Guillermo Smith. Tras los arreglos que Emilio Morilla realizó en la plaza Alta y el Parque, donde alternó los naranjos y las palmeras canarias, hubo que esperar a los sesenta, cuando se ajardinó el barrio de San Isidro y se poblaron la Avenida y la subida a la Perseverancia de palmeras datileras que resistieron vientos y temporales, aunque no las posteriores talas.

Hoy, otras especies pueblan medianas y aceras: catalpas, jacarandas, ficus, moreras… Jóvenes cipreses apuntan al cielo en el paseo Marítimo, la banda del Río o la rotonda del Milenio y la ciudad, que parece haber descubierto su venerable entorno natural, comienza a valorar la función de unos árboles que no solo evocan espacios externos o tiempos pasados, sino que pueden llegar a disimular tantos desmanes cívicos sufridos de forma reiterada. En este caso, los árboles ocultan imposturas y otorgan tiempo al espacio, por muy urbano que sea.

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