Antonio Gil

Gil de Reboleño era un genial narrador de anécdotas infinitas y fue protagonistaen nuestras vidas

Se ha muerto Antonio Gil de Reboleño e Insúa y yo, que imagino el paraíso no en la forma de una biblioteca, como Borges, sino como una manera aún más iluminada por la presencia de Dios de seguir con nuestras rutinas, espero que él continúe leyendo mis artículos a diario. Durante un tiempo, no volveré a cruzármelo, pero sé que me diría lo mismo: que es partidario, y me señalaría algo que le hubiese hecho (que le haya hecho) particular gracia.

Lo que no tiene mérito por mi parte, porque su cariño era prenatal. Familias amigas, la suya y la mía, convenció a mi padre, que pensaba estudiar Agrónomos, de que se fuese con él -que ya estaba allí- a estudiar Farmacia a Granada. Teniendo en cuenta que mi padre conoció a mi madre en Farmacia, la trascendencia de Antonio en nuestra vida es absoluta. Por cierto, que era el que me contaba que, cuando mi padre confesó a los amigos que le gustaba ella, todos le dijeron: "Más quisiera el gato/ chupar el plato".

Nos contaba otras muchas historias de mi padre, de un padre adolescente, ligeramente menor que él, y aquel cambio total de perspectiva nos deslumbraba. Tanto como sus historias tremendas de sanfermines hemingwayescos o unas peleas homéricas de hombres tranquilos a lo John Ford. Mi madre se turnaba con Antonio para llevarnos al colegio en coche y ese viaje, tan corto, era lo mejor del día. No paraba de contar batallas larguísimas, y todos -sus hijos y mis hermanos- íbamos muertos de risa y asombro a primera hora de la mañana.

La narrativa iba por fuera, sin embargo. Por dentro, un cariño recio de señor antiguo. "Suerte de haber tenido un padre rico", digo yo con versos de Miguel d'Ors, porque mi padre no sólo me ha donado la vida y sus maravillas, sino a sus amigos, esa miríada de tíos postizos. A veces me he enorgullecido de lo bien que suelo llevarme con los hijos de mis amigos y ahora caigo en que se lo debo a Antonio Gil. Durante todos estos años me ha estado dando lecciones de distancia justa entre generaciones.

Tenía un don tartarinesco para vivirlo todo como la mayor de las aventuras, un respeto inmotivado por nosotros, una camaradería secreta y anacrónica, un corazón como una casa… Era capaz de enseñarnos, como quien no quería la cosa, incluso a querer con una sonrisa inacabable a nuestros propios padres. Hoy me consuela que mi hija sea amiga de su nieta. Cuando la vea, tengo que hablarle mucho, mucho de su abuelo.

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