La Almoraima

Allí me perdí por primera vez entre chaparros, quejigos, fresnos, alisos de las riberas, jaras y cantueso en flor

Antes que un eufónico nombre, La Almoraima fue un lugar. Cuando llegaban estas fechas, los inicios de mayo coincidían con las azucenas de los arriates familiares que renacían, perseverantes, tras los largos temporales y con la tibia luz de tardes de poniente que anunciaba plenitudes cálidas de cercanos estíos. En estos días se preparaba una gira que sigue acudiendo puntual desde los más lejanos claustros del recuerdo.

El motivo era acercarse a un cristo que mi madre veneraba en una gastada estampa que guardaba entre fotos, listas y facturas. Era un crucificado de larga melena de cabello natural que se custodiaba en un apartado convento de nobiliarias propiedades y escondido acceso, rodeado de camufladas torres, blancos muros y venerables bosques. Íbamos siempre un domingo. Toda la familia cabía en el seiscientos verde.

Sentado en brazos de mi abuela, que se mostraba orgullosa de mi crecimiento midiendo con sus palmos la anchura de mis hombros, contemplaba un paisaje azul y limpio, sin chimeneas, polos industriales ni torres de alta tensión. Tras pasar la Estación camino de Ronda, siempre apartada y alta, la estrecha carretera llena de baches arrimaba sus breves lindes a una compacta pared de árboles que imaginaba foráneos y de acentos extranjeros.

Varias ventas se asomaban a los arcenes plagados de matrículas yanitas y vehículos de ostentosas carrocerías como las que veía en películas americanas de rubias actrices y engominados galanes, pero ese no era nuestro destino. Camino del viejo castillo todavía habitado, cerca de un pantano del que comenzaba a hablarse, pasado el río, se aparcaba el coche del que salían mesas plegables, cestas de mimbre, servilletas planchadas, y hasta una vieja manta escocesa comprada en el Emporium mucho antes de que la verja se cerrara.

Era el momento de hacer un columpio con cuerdas y echar balones fuera, pero lo que más me gustaba era caminar solo entre árboles de los que desconocía su nombre pero me asombraba su porte. Allí me perdí por vez primera entre chaparros, quejigos, fresnos, alisos de las riberas, jaras y cantueso en flor, lentiscos, brezales, macizos de tojos, viburnos y altos báculos recién desenvueltos de helechos que acababan prendidos en los niquelados parachoques de todos los vehículos que volvían de la romería.

En los largos regresos en penumbra, mientras resonaba en la radio el eco de penaltis y de goles en fuera de juego, se fue abriendo paso la convicción de que vivía en un territorio cuyos espacios naturales tenían la fuerza de las historias no contadas. Entonces, La Almoraima pasó a nombrar mi primer paraíso de la infancia, que es cuando empieza a tomar forma el personal catálogo de nuestros mitos.

Después, cuando dejamos de crecer, acabamos añorándolos entre enhiestas chimeneas, polos industriales y torres de alta tensión.

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