Cuando en 1953 un periodista preguntó a Jean Cocteau qué salvaría del Museo del Prado en el caso de que se produjera un incendio en él, el prolífico artista contestó que salvaría el fuego. Cuando la misma pregunta se le formuló a Salvador Dalí, el pintor -surrealista para todo- respondió que rescataría el aire contenido en Las Meninas. No hay forma más sencilla y gráfica de definir la inmensa belleza de la obra de Velázquez.

Curiosamente, esta anécdota me viene a la cabeza ahora que la lucha contra la execrable lacra del racismo parece redimirse en la destrucción de placas, estatuas y callejero. Aplicada la misma pauta, habría que quemar el Prado entero -sin ni siquiera rescatar el aire o el fuego- porque tras cada uno de sus cuadros está, más o menos encriptada, una apología de poderes terrenales o sobrenaturales de dudoso comportamiento.

¿Acaso no son Las Meninas, con todos sus reciclados y repintados velazqueños, un homenaje a la monarquía absoluta y a su continuidad hereditaria? ¿Acaso no es el Felipe II de Anguissola una alabanza al mayor imperio del mundo, sobre el que no se pone el sol? ¿Acaso no es la Familia de Carlos IV el retrato de un poder caduco y descompuesto afanado en permanecer contra su pueblo? Difícil reto reconciliar patrimonio, memoria e Historia.

Puestos a destruir toda imagen o legado que hoy podamos asociar a la opresión, la injusticia y la barbarie, podemos, incluso, quedarnos sin literatos, filósofos y pensadores políticos, que, más allá de su incuestionable altura intelectual, seguramente en su vida cotidiana adoptaron actitudes clasistas o machistas igualmente detestables. Quizás, por pretender que la depuración del pasado solucione los remordimientos del presente (que todavía nos rodean genocidas, explotadores y bellacos por doquier), corremos el riesgo de caer en el esperpento: Cervantes ha sido llamado bastardo en San Francisco. ¿Por combatir en Lepanto para que España controlase el Mediterráneo? ¿Por llevar gola? Sin duda, la denuncia tiene su sitio, la memoria debe ser recuperada sin ambages y los damnificados merecen su reparación, pero no hay que pasarse con la emoción.

Mejor que con la destrucción, el pasado se ordena con la investigación, la construcción del conocimiento y la divulgación rigurosa de los hechos, su causalidad y su contexto. Entonces, propongo que, en lugar de arrasar el Museo del Prado, destrozar estatuas o quemar pilas de libros en medio de una plaza, formemos a la ciudadanía para que sepa entender el pasado, interpretar su patrimonio e identificar adecuadamente sus símbolos. Y claro que hay líneas rojas. La maldad siempre las tiene y nada puede definirlas mejor que la razón, la humanidad y el sentido común.

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